Snowden y Assange: ¿conque Washington nos espía?

José Steinsleger
La Jornada
En el caso de Bin Laden los historiadores tendrán dificultades para reconstruir su probable asesinato en Pakistán (2010),  pues casi todos  los  miembros  del comando de marines que lo asesinó perecieron luego en distintas circunstancias.

    Las buenas novelas de espionaje responden al principio básico de las grandes agencias de inteligencia: que ficción y realidad se confundan para que el lector (¿el enemigo?) infiera conclusiones con base en las medias verdades y medias mentiras de la trama.
La crítica especializada sostiene que el punch se logra cuando la trama remite, por asociación, a hechos históricos o de la realidad. Durante la guerra fría, el género pegó un salto de calidad. Pienso en John Le Carré, maestro de maestros, que antes de ser famoso trabajó varios años en los servicios de inteligencia británicos.

Los personajes de Le Carré muestran a veteranos agentes (inteligentísimos y estupendamente reaccionarios) que, así como el mítico George Smiley, son “…individuos derrotados y en decadencia en busca de la verdad o, cuando menos, algún atisbo de ella”. Pero a quienes los agentes jóvenes consultan porque sus jefes han devenido en burócratas sin luces, trepadores amorales u oportunistas despiadados.
La fama de Le Carré llegó con la novela El espía que vino del frío (1963), año en que Allen Dulles (jefe de la CIA en los años pico de la guerra fría) publicó El arte de la inteligencia. Con menores dotes literarias, Dulles fue un profeta del neoliberalismo: “En la dirección del Estado crearemos el caos y la confusión. De una manera imperceptible, pero activa y constante, propiciaremos el despotismo de los funcionarios, el soborno, la corrupción, la falta de principios…”
Sigue: “La honradez y la honestidad serán ridiculizadas como innecesarias y convertidas en un vestigio del pasado. […] Sólo unos pocos acertarán a sospechar e incluso comprender lo que realmente sucede. Haremos parecer chabacanos los fundamentos de la moralidad, destruyéndolos. Nuestra principal apuesta será la juventud. La corromperemos, desmoralizaremos, pervertiremos…”
En el otro bando, menudeaban actitudes quizá no tan cínicas y perversas, aunque igualmente letales. Como aquel embajador de la ex Checoslovaquia (elegante bebedor, por cierto) cuando, revisando sin ganas documentos que le había acercado sobre los derechos humanos en América Latina, se le nublaron los ojos con alcohólica ternura: “Me recuerdas al joven que fui, cuando luchaba contra los nazis…”
Plagada de escritores que en el siglo pasado sondearon las tribulaciones de una civilización crecientemente acorralada, los críticos aseguran que la obra de Le Carré guarda similitud con las novelas de Kafka y Orwell, donde no hay buenos ni malos, y todos estamos alienados, manipulados… vigilados. Por consiguiente, luchar por la justicia sería ingenuidad.
En un filme que al uso de la non-fiction novel (olvidé el nombre) narra la historia de la CIA desde su fundación hasta la implosión de lo que dio en llamarse países socialistas, un ex agente que había pertenecido a los idealistas de la corporación pregunta a su jefe: ¿para qué luchamos? Y con golpe preciso a una pelota de golf, el jefe responde: “Poco importa… ¡Ganamos!”
Para entonces (y paradójicamente), la CIA y corporaciones menos conocidas, como la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés), habían dejado de ser (si alguna vez lo fueron…) políticamente inteligentes. Y hoy, sus mayores esfuerzos se concentran en la rebatiña de las partidas multimillonarias que los gobiernos imperialistas (totalmente en manos de las corporaciones económicas y mediáticas) destinan a la seguridad.
En América Latina, la CIA cosechó varios éxitos. Que posiblemente hubieran sido menos dolorosos sin el apoyo de sociedades derechizadas y ejércitos nacionales asesinos. Pero en los conflictos de las grandes ligas (Cuba, Vietnam, Angola, Sudáfrica, así como hoy en Irán y Siria) las cosas fueron y son distintas: de fracaso en fracaso, los imperialistas sufrieron y sufren derrotas políticas y militares sin cuento.
En el primer decenio del siglo, los medios hegemónicos occidentales consagraron a Saddam Hussein y Bin Laden como los personajes más malos del mundo. Y a inicios del segundo, el caudillo de Wikileaks Julian Assange y el réprobo de la CIA y la NSA Edward Snowden pasaron a ser los más buenos.
La trayectoria de los primeros es conocida. Aunque en el caso de Bin Laden los historiadores tendrán dificultades para reconstruir su probable asesinato en Pakistán (2010), pues casi todos los miembros del comando de marines que lo asesinó perecieron luego en distintas circunstancias. Por el contrario, la de Assange es una nube de pedos, en tanto la de Snowden lo que los medios hegemónicos, la irresponsable Wikipedia y él mismo dicen que fue o es.
Así es que, a falta de más, prefiero guardar fuerzas para el acontecimiento noticioso mundial que, seguramente, viene en camino. Mas por ahora me gustaría saber algo más del joven Snowden, quien a los 21 años ingresó como raso a las fuerzas especiales del Pentágono, y a los 29 se las arregló para tener, según The Guardian, “…acceso a todos los que trabajaban en la NSA, a toda la comunidad de inteligencia y a los bienes encubiertos en todo el mundo, las ubicaciones de cada sede, lo que estaban haciendo, etcétera”.