La responsabilidad de Alemania en la crisis de Europa

Mario Rapoport
Diario BAE

Aún con todas sus limitaciones, el capitalismo social europeo, tanto del tipo renano como escandinavo, parecía, en general, preferible al estadounidense, especialmente en lo que hace a la cohesión social, las relaciones laborales, la salud pública, la educación, la calidad de vida y la seguridad. Hace muy pocos años, Jeremy Rifkin afirmaba, en su libro The european dream, que el ideal europeo de “trabajar para vivir” empezaba a sustituir al sueño norteamericano, donde “vivir para trabajar” era, y es, cada vez más duro.

Pero en los últimos tiempos, ese modelo entró en crisis y los mecanismos de solidaridad que constituían la base de su éxito se han debilitado enormemente. La crisis puso al descubierto las enormes diferencias estructurales entre los países, especialmente entre los miembros de la eurozona, que fueron disimuladas por mucho tiempo con transferencias financieras de los más desarrollados hacia los menos y generosos préstamos. Éstos a su vez originaron grandes deudas en los sectores público y privado de la periferia europea, que están hoy al borde del default masivo. También tambalea la supervivencia y amplitud de la moneda común, el euro; están en cuestión los acuerdos de libre movimiento transfronterizo de las personas; mientras, el malestar de la población crece en toda la Unión.
Esta debacle se incubó sordamente desde el fin de la Guerra Fría, cuando comenzó a resquebrajarse el equilibrio relativo entre las fuerzas de los principales Estados miembros, la solidaridad entre estos países y la existencia de Estados que disfrutan de un grado razonable de cohesión nacional y social. Una situación que se agravó con la reunificación de Alemania y la crisis del euro, poniendo de manifiesto un desequilibrio franco-alemán creciente y el ascenso de fuerzas centrífugas en diversos países que, luego de la disolución de la URSS, encontraron en su adhesión a la UE un espacio más o menos protegido en la ola globalizadora. Toda esta construcción ahora está en peligro.
Como es sabido, a la implosión del bloque soviético siguió la reorganización de Europa continental. Alemania reunificada, que trasladó su capital a Berlín, cerca de Polonia, se convirtió no sólo en el centro geográfico de la Unión Europea sino también en la potencia económica dominante, la de mayor competitividad (a costa del empobrecimiento de su fuerza laboral, dato que la mayoría de los comentaristas omite) y líder de las exportaciones mundiales junto con China pero con productos de mayor nivel tecnológico. La salida exportadora fue consecuencia de la austeridad fiscal y salarial: la economía alemana se volcó radicalmente hacia la exportación debido al estancamiento del consumo interno por la disminución de sus costos laborales. La relación productividad laboral/costos laborales creció en Alemania desde 1999 mientras cayó en casi todo el resto de los países de la zona euro, en especial en los periféricos.
Una razón es que la reunificación de Alemania, que en un principio implicó grandes costos, terminó favoreciéndola. La diferencias salariales entre ambas regiones (antes países) llegaron en algunos casos a cerca de un 40%, con el agravante de que se le agregó un fuerte desempleo, un porcentaje del cual se debió a razones políticas y otro a una importante restricción de la mano de obra femenina, muy numerosa antes en la ex Alemania Oriental. También tuvo que ver al hecho de que se hizo tabla rasa con gran parte de la industria de esa región, a la que se consideraba deficiente. Esto implicó altos grados de desocupación pero también la llegada de empresas occidentales y la reconstrucción y modernización de la estructura industrial con tecnologías capital-intensivas y salarios más bajos para la población que volvió a emplearse. Al abrirse las fronteras se agregó el flujo de mano de obra barata de los países vecinos del Este. La amenaza de trasladar empresas a países con legislaciones fiscales más favorables también influyó sobre los sindicatos para que los salarios no aumentaran de acuerdo con los niveles de productividad. Todos esos factores presionaron a la baja de los costos empresarios.
La industria alemana se vio beneficiada por esta situación ya que su plataforma exportadora, que creció notablemente con respecto al PIB desde fines de los años 90 a la actualidad, amplió sus ventas a sus pares europeos donde coloca el 50% de sus exportaciones. También resultó favorecida por la demanda china de bienes de capital y maquinarias sofisticadas, necesarias para el propio crecimiento del gigante asiático. Para completar sus ventajas, el gobierno alemán logró endeudarse a muy bajo costo dada la creciente demanda de sus títulos por el descrédito de los de otros países de la región, mientras que su dominio sobre el nuevo Banco Central Europeo le permitió imponer sus propias reglas de juego en la UE. Es en la actualidad la 5ta. economía del mundo y se recuperó notablemente del pico de la recesión de 2009. El pacto fiscal de la eurozona representaba una nueva batalla ganada por la burguesía alemana, al impedir que los capitalistas de la periferia de la zona euro pudieran adoptar instrumentos adicionales para obtener mayor competitividad. En ese sentido, el camino por el que debían seguir necesariamente las clases dirigentes locales era el ajuste salarial, la flexibilización laboral y el atropello de los mecanismos de seguridad social, ya que la devaluación fiscal entraba en clara contradicción con los objetivos fijados en el pacto.
Este proceso, más el impacto de la globalización, dieron por tierra con los equilibrios previos, no sólo en Alemania sino en toda Europa. La debilidad, ahora evidente, de la unión monetaria, sin una coordinación fina de las políticas fiscales y monetarias de sus miembros, desembocó en una crisis sin precedentes. Lejos de asemejarse, por la acción de los mercados y en virtud de la moneda única, los países se diferenciaron cada vez más unos de otros, en los costos y en la productividad. Especialmente en sus niveles de inflación, déficit fiscal y endeudamiento. Es inevitable trazar un paralelo entre la crisis del euro y la de la convertibilidad: para los países periféricos de menor productividad relativa, es ilusorio y perjudicial tener la misma moneda que los más desarrollados, pero, como ocurrió en la Argentina de 2001-2002, la salida no es fácil. Teóricamente, un euro sólido debería representar una ventaja para todos, incluso para Alemania, cuyo éxito está ligado al de sus socios europeos. “Salvar” a Grecia, Irlanda y Portugal, incluso Italia, en beneficio de los bancos pero en detrimento de las personas y empresas, al menos las que dependen del mercado interno, es probablemente más barato que tener que rescatar mañana a sus propios bancos de la quiebra de estos países, de los que ellos serían las primeras víctimas. Por otra parte, si el euro fuera sustituido por un nuevo marco fuertemente revaluado, Alemania perdería automáticamente buena parte de su competitividad, a pesar de toda su eficiencia industrial y su disciplina financiera. En lugar de la “Alemania europea”, deseada por los promotores del Tratado de Maastricht, que el euro debería garantizar para siempre, se corre el riesgo de arribar a una “Europa alemana”, o de llegar a una desintegración, que seguramente iría más allá de la dimensión monetaria.