¡Guerra de clases; claro que si!

Andrew Levine *

No es nada nuevo que los políticos norteamericanos hagan uso del vocabulario político sin apenas prestar atención a su significado, o que su laxitud (e ignorancia) esté fuera de lo normal incluso para nuestra cultura política. Últimamente los republicanos han acaparado el protagonismo en este sentido. Continúan dando testimonio de su necedad y ahora identifican las blandengues reformas de Barack Obama en sanidad pública con, quién lo iba a decir, socialismo. Sin embargo, ha sido en su última acusación, la de que proponer que los millonarios y multimillonarios coticen una fracción de sus ingresos igual a la de quienes trabajan para ellos es hacer "guerra de clases", donde han alcanzado su punto más bajo.


Pese a que los liberales parecen haberlo olvidado, existe una tradición venerable (y ciertamente corroborada) en el pensamiento social que defiende que la historia es una historia de lucha de clases. Pero incluso para aquellos de nosotros que pensamos que no se puede dilucidar la historia de ninguna otra forma, es sólo en momentos excepcionales que la lucha de clases se eleva a la categoría de guerra de clases.

Las luchas de clases se han amortiguado frecuentemente mediante treguas más o menos frágiles (como, por ejemplo, la que ha reinado en todo el mundo capitalista desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta entrados los años setenta). Los trabajadores y sus aliados acordaron, implícitamente, no desafiar directamente al capitalismo y por tanto no cuestionar los poderes y privilegios de los capitalistas. A cambio, obtuvieron niveles de vida cada vez más altos y la protección de las instituciones del estado del bienestar, junto con un acceso cada vez mayor a la educación y a otras instituciones culturales.

Con todo, el capitalismo es un sistema dinámico que tiende a alterar las condiciones sobre las que opera. Así, con el tiempo, el acuerdo posbélico se hizo cada vez más inestable. Al detectar la viabilidad de ciertos cambios que les reportarían beneficios, los capitalistas fijaron su objetivo en el movimiento obrero y el estado de bienestar.

Para ello, algunos de sus representantes más reflexivos desenterraron justificaciones desechadas hacía tiempo con el fin de promover sus intereses. De ahí el resurgimiento de la teoría política libertariana y la imprevista (y profana) alianza entre libertarianos y teócratas, los cuales siempre se encuentran entre nosotros. El Tea Party, vástago de esta alianza, provoca la vergüenza cultural de nuestras clases dirigentes. Pero lo indecoroso de recurrir a los servicios de aquellos que consideran socialmente inferiores y el hecho de que el ambiente cultural se haya degradado gracias a la intelligentsia que ellos crearon no son más que daños colaterales para los malhechores que se están poniendo las botas.

¿Algo de todo esto cuenta como guerra de clases? Seguro que el término es apto para alguno de los ataques frontales de Margaret Thatcher o Ronald Reagan al "contrato social" entre el capital y la clase obrera. Sin embargo, puesto que las circunstancias han forzado a amainar incluso su vileza, se ha hecho discutible el que la lucha de clases continuada se haya elevado a la categoría de guerra de clases plenamente desarrollada. En tal caso, ha sido una guerra de desgaste con pocas o ninguna tentativa de mejora significativa, al tiempo que se desplegaba la ofensiva capitalista. Hasta hace bien poco.

A pesar de eso, las consecuencias han sido devastadoras para cualquiera que no se encontrara en la cúspide de la pirámide económica. El progreso hacia la igualdad ha quedado suspendido y el nivel de vida ha disminuido en comparación con el crecimiento de las capacidades productivas. Los beneficios crecen y los ricos se hacen más ricos al tiempo que los salarios permanecen congelados y las inversiones se aplazan o migran al extranjero. Las víctimas han resistido, a veces de forma heroica, y se han formado nuevas instituciones sociales. Aun siendo así, en los últimos treinta años, la política progresista dominante ha sido casi completamente defensiva, y el éxito ha sido escaso. Incluso las monumentales luchas del pasado invierno en Wisconsin y en otros estados, producidas como respuesta a las extralimitaciones de los gobernadores y legisladores estatales republicanos, no apuntaban más que a la restitución del status quo ante.

Siempre hay, por supuesto, potencial para más; que una cosa lleve a la otra y que, a no mucho tardar, se vuelva a este arduo camino. Sin embargo, resulta difícil imaginárselo sin liderazgo político. Lo único seguro es que el Partido Demócrata se ha mostrado más que incapaz de proporcionar dicho liderazgo. Acuciados por la probable derrota electoral del 2012, los demócratas de Obama parecen por fin haber pasado página. Quizás les venga bien dejar de ceder durante un tiempo. Aun así, no hay que contar con un cambio real y duradero, claro. Obama ya engañó una vez a la base del Partido Demócrata. Sería una vergüenza que se dejasen engañar de nuevo.

Qué irónico resulta entonces que los republicanos y sus agentes de publicidad asuman ahora la responsabilidad de castigarlo por practicar "guerra de clases". ¡Si así fuera! ¡Y si hubiera liberales que no contemplaran esa descripción como una recriminación!

La hipocresía de los republicanos es asombrosa, como lo es hoy en día casi cualquier cosa que emane de sus dominios. Después de todo, esta es la primera vez desde el comienzo de la era Thatcher-Reagan que los capitalistas han pasado a la ofensiva de una forma tan descarada. Y, por qué no decirlo, están oliendo la sangre. Los esfuerzos implacables y poco correspondidos de Obama por complacer la terquedad del Tea Party les inspira. Quizás tengan que arrepentirse del Frankenstein que han creado si se presta a virar sin ningún control. Y puesto que pagan al músico, los baluartes de nuestro capitalismo piensan que pueden seguir eligiendo la canción.

Obama, por supuesto, está también de su lado. Lo único que pasa es que, temiendo que la base de su partido le abandone, ha decidido finalmente y por motivos estratégicos de cara a las elecciones contraatacar. Aunque sea un poco. ¡Bien para él! Pero, ¿guerra de clases? Sólo en la imaginación demente de los lacayos de la clase dirigente. ¡Y en nuestros sueños!

Ahora que Obama se ha salido mínimamente del horror absoluto, debo decir que me da un poco de lástima. No es solamente porque su política de concesiones en casa y de agresión en el extranjero esté patas arriba. El pobre hombre ha tenido que presentarse a los líderes mundiales en la Asamblea General de las Naciones Unidas y confesar lo mucho que su administración y, peor aún, el Congreso de los Estados Unidos, teme al lobby israelí; lo mucho que el gobierno norteamericano está dispuesto a ir manifiestamente en contra de los intereses de los Estados Unidos para hacer lo que se le antoje a él (y a la derecha israelí). Además, en este discurso, tuvo que hablar sobre la defensa de los derechos humanos y el estado de derecho por parte de su país, precisamente en un día en que estaba claro que las autoridades retrógradas de Georgia continuarían adelante con el asesinato jurídico de Troy Davis (no solamente desafiando los estándares aceptables a nivel internacional de moralidad política, sino también contrariando el juicio de muchos defensores de la pena de muerte en los Estados Unidos, quienes tienen la decencia de pedir al estado que mate sólo a aquellos que son irrefutablemente culpables).

Erigirse en representante de los Estados Unidos ante el mundo entero en estas materias lleva inevitablemente a avergonzarse a sí mismo. Obama seguro merece la vergüenza, pero nadie, ni siquiera alguien que lanza drones indiscriminadamente o que promueve el esmog, tampoco un defensor de criminales de guerra y banqueros mafiosos, ni un perpetuador y permisor de sus fechorías, debería tener que humillarse hasta ese punto.



* Andrew Levine es Senior Scholar en el Institute for Policy Studies. Es autor de The Americna Ideolgy (Routledge) y Political Key Words (Blackwell), así como de muchos otros libros de filosofía política. Fue profesor en la University of Wisconsin-Madison.

Traducción para www.sinpermiso.info: Vicente Abella Aranda