Piketty: “Para que la república sea social, hay que democratizar la economía”

Le Monde/Clarín [x]
El economista e investigador en ciencias sociales Thomas Piketty recibió el premio Petrarca de ensayo de France Culture-Le Monde 2014 por su libro El capital en el siglo XXI. El galardón premia un ensayo que muestra cuáles son los desafíos democráticos contemporáneos. Thomas Piketty pronunció el lunes 14 de julio, en Montpellier, el "discurso inaugural" de los Encuentros de Petrarca, organizados por France Culture y Le Monde en el marco del Festival de Radio France, sobre el tema "¿Un bello mañana? Juntos, repensemos el progreso".
-En su libro, cita a Condorcet y su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1794), representativo de cierto optimismo del Iluminismo, que aún estructura en gran medida nuestro imaginario político. Pero la discordancia que usted observa en el siglo XX entre los progresos alcanzados en el plano democrático y el crecimiento de las desigualdades sociales dinamita esa vieja concepción del progreso.
-En mí, hay una fuerte influencia del debate francés sobre la igualdad. Una parte de las elites de la Tercera República, hacia 1900-1910, afirma que, completada la Revolución, Francia no tiene necesidad del impuesto progresivo sobre las ganancias y las sucesiones; las sociedades aristocráticas, sobre todo la británica, lo habrían necesitado mucho, pero no Francia, que hizo realidad la igualdad jurídica. Sin embargo, esta esperanza en el hecho de que la igualdad de los derechos formales bastaría para producir una sociedad más justa en parte fue una superchería. Y fue únicamente para financiar la guerra, con la ley del 15 de julio de 1914, que se crea el impuesto progresivo.
Se dice que Francia es pionera en igualdad, pero en realidad es uno de los últimos países en crear ese impuesto. Y ello, precisamente por una cierta fe en el progreso espontáneo, natural. En esas condiciones, la palabra republicano por sí misma legitima las desigualdades más extremas e invertir tres veces más recursos públicos en los sectores elitistas que en la universidad.
La conclusión que saco no es que el progreso es imposible sino que hay que repensar las instituciones de política pública en toda una serie de campos (sistema tributario, transparencia, educación). Para que la república sea social, se impone una verdadera democratización de la economía y el acceso al saber. Hace falta más que la Revolución Francesa y la igualdad formal para que el progreso se concrete.
-Durante largo tiempo, la izquierda abrigó la esperanza de un progreso en línea recta, que tendría la forma de una "marcha" triunfal hacia la justicia. Los desastres del siglo XX la obligaron a ver el progreso como algo menos lineal, y aquellos que luchan por la emancipación social se han puesto a "cepillar la historia a contrapelo", como decía el filósofo Walter Benjamin. ¿Su ensayo se inscribe en esa misma revaluación?
-Yo me considero más un investigador en ciencias sociales que un economista. Como tal, soy portador de cierto optimismo, creo en un debate democrático que permita completar, de manera quizá bastante radical, el Estado de derecho. Tengo esa dosis de esperanza en mi actividad pero, al mismo tiempo, tuve oportunidad de observar que, en el siglo XX, las instituciones progresistas no fueron producto de un largo río tranquilo.
Fueron las guerras mundiales y la amenaza de la revolución bolchevique lo que llevó a las elites, sobre todo en Francia, a cambiar su visión. El Bloque Nacional, una de las cámaras más de derecha que hayan existido, vota en 1920 un impuesto a las ganancias de 60% cuando, años antes, había rechazado un 2%: ¡se lo consideraba un despojo! Por lo tanto, la realidad de las relaciones de fuerza hace que la historia esté hecha de artimañas. Pero poner en perspectiva estos giros del pasado permite aprehender las consecuencias de manera más informada. En particular, trato de luchar contra una nacionalización excesiva del debate: muchas identidades nacionales se juegan en torno a historias relacionadas con el dinero, los ingresos, el patrimonio. Y muchos conflictos históricos que se observan también son reacciones a la forma en que los países se perciben a sí mismos, cuentan su propia historia con relación a los demás. Creo que es posible superar estos mecanismos nacionales para aprender más de los otros.
-Usted recuerda a menudo su experiencia y sus investigaciones en los Estados Unidos. La lucha contra las desigualdades y, en general, la esperanza de progreso no son siempre vistas de la misma manera de un lado y otro del Atlántico. ¿Cómo describiría usted esa diferencia de visión?
-Lo hemos olvidado después de la era Reagan pero, durante largo tiempo, Estados Unidos fue más igualitario que la vieja Europa. Hasta la entreguerra, la concentración del capital allí era más débil. Y es porque los estadounidenses tienen miedo de acercarse a los niveles de desigualdad de Europa que inventan el impuesto progresivo a las ganancias y las sucesiones. De 1930 a 1980, la tasa máxima del impuesto federal a las ganancias era del 80%, a lo que hay que agregar los impuestos de los estados. Esos niveles de imposición se aplican durante medio siglo, visiblemente sin matar al capitalismo estadounidense. Y, si hubo un cambio en la era Reagan, fue a causa del temor de una recuperación de los países arruinados por la Segunda Guerra Mundial, Alemania y Japón. Reagan aprovecha ese temor para abogar por un retorno a un capitalismo desenfrenado. En cuanto a la idea estadounidense del progreso, es el fruto de una historia propia, con la particularidad de un país en crecimiento perpetuo y cuya población no deja de aumentar.
Eran 3 millones en el momento de la declaración de la independencia, son más de 300 millones hoy día; por comparación, los franceses eran casi 30 millones en la época de la Revolución Francesa y actualmente son 66 millones. En Francia, por lo tanto, los patrimonios heredados obligatoriamente son más importantes que en un país que no tiene historia y donde la población se multiplicó no por dos sino por cien durante el mismo período. En los EE.UU., el sentimiento de progreso se nutre en primer lugar de esta realidad: la extensión indefinida, que conduce a cierta tolerancia hacia las desigualdades, quizá difícil de comprender para nosotros pero que se explica por el hecho de que una parte importante del 50% que está ubicado en la parte más baja de la pirámide de distribución de los ingresos no ha nacido en los EE.UU. Pero este mecanismo tiene sus límites y suscita tensiones propias.
-Usted afirma que no hay fatalidad, que la democracia social se puede construir creando una relación de fuerzas política. Sin embargo, algunos investigadores o militantes le reprochan no proponer una articulación entre sus ideas y las movilizaciones sociales que podrían sostenerlas.
-Trato de establecer una coherencia entre una investigación erudita y un compromiso público. Para ello, hay que correr riesgos, aventurarse a las conclusiones posibles. Desde ese punto de vista, creo en el poder de las ideas, creo en el poder de los libros. Todas las manifestaciones de opinión y saber son elementos de movilización social, económica y política. Para mí, la relación de fuerzas es también política e intelectual.
Las representaciones que nos hacemos tienen influencia en las cosas. Trato de escribir una historia política de la desigualdad en el siglo XX. Mi trabajo es poner un libro a disposición de todos. Quizá no hablo lo suficiente sobre cómo las nuevas formas de movilización pueden echar mano de él pero sugiero que todos lo hagan. Estoy convencido de que los instrumentos analíticos y conceptuales elaborados para analizar las desigualdades pueden tener una repercusión política. Uno no escribe un libro para quienes nos gobiernan: de todas maneras, ellos no leen libros. Escribimos libros para todos los que leen, empezando por los ciudadanos, los actores sindicales, los militantes políticos de todas las tendencias.
-Su libro le resta importancia a las fronteras. Entre economía y ciencias sociales, pero también entre ciencias sociales y literatura. Según usted, quien quiera echar luz sobre el destino de las desigualdades debe recurrir a los escritores. ¿Por qué?
-Hago que la literatura juege el papel que jugó en mi propio cuestionamiento de las desigualdades. Y es un papel fundamental. Plantear la cuestión de las desigualdades es plantear la de las relaciones de poder entre los grupos sociales y, en consecuencia, la de nuestras representaciones colectivas. Sobre todo en los siglos XVIII y XIX, porque es un período en el que la ausencia de inflación hace que los montos monetarios tengan un sentido: en esa época, se puede mencionar el dinero sin molestar al lector porque remite a estilos de vida y relaciones de dominación muy determinadas. Si Balzac dice 1.000 libras de renta, y no 10.000 libras, uno entiende de entrada el tipo de vida que esto implica, con quién es posible hablar, casarse, es toda la vida la que desfila.
Yo nunca habría representado la desigualdad como lo hice sin la lectura de Balzac. Hay en la literatura un poder de evocación que ningún investigador en ciencias sociales puede igualar. Los investigadores hacen otra cosa, que también puede ser útil, pero sin alcanzar la misma verdad, esa potencia. Utilizar conceptos teóricos y construcciones estadísticas nunca es más que una pobre síntesis pero, al mismo tiempo, esta mediocre producción estadística es importante para la regulación democrática de nuestras sociedades, para luchar contra las desigualdades.
Mi trabajo de investigador es un trabajo de obrero: reúno datos, fuentes, archivos. Para eso no hace falta talento literario: lo único que hace falta es tiempo y un poco de decisión.
-A los jóvenes que se dirigen a usted retomando, a propósito del progreso, la vieja pregunta kantiana "¿Qué nos está permitido esperar?", ¿qué les respondería?
-Respondería que es posible desarrollar una visión optimista y razonada del progreso. Para ello, hay que apostar a la democracia hasta el final. Hay que acostumbrarse a vivir con un crecimiento débil y dejar atrás las ilusiones heredadas de los "treinta años gloriosos", en los que el crecimiento iba a arreglar todo. La reflexión sobre las formas concretas de la democratización de la economía y la política, sobre la forma en que la democracia puede retomar el control del capitalismo, esa reflexión recién comienza. Es urgente desarrollar instituciones verdaderamente democráticas, tanto en el nivel europeo como en el local, con nuevos modos de participación colectiva en las decisiones y de reapropiación de la economía.
Por el hecho de que el siglo XX haya estado marcado por choques violentos y fracasos terribles, no hay que dejar de retomar esta página, casi en blanco, del progreso.