Escocia de la libra esterlina

Miguel Marín Bosch
La Jornada [x]

Hoy es un día especial para los habitantes de Escocia. Lo es también para el concepto de Estado-nación, la unidad política que ha servido para organizar a los habitantes del mundo durante casi cuatro siglos.


Los argumentos a favor y en contra de la independencia de Escocia son parecidos a los de otras regiones que han buscado separarse de un Estado-nación. Piensen en los habitantes de Quebec o de Cataluña. Los ojos de otras regiones también están puestos en lo que ocurra hoy en Escocia. Piensen en los grupos disidentes en China y otras naciones con minorías étnicas, raciales y/o religiosas.

A favor de un acto de autodeterminación está la idea de que los habitantes de una determinada región estarán mejor si gozan de un gobierno propio que respete sus costumbres e idiosincrasias y, sobre todo, que maneje sus finanzas. En contra del separatismo están los que creen que destruirá al Estado-nación o, cuando menos, lo debilitará de forma considerable. Recuerden al primer ministro Jean Chrétien en vísperas del referéndum en Quebec en 1995. ¿Qué dijo? Que Quebec independiente destruiría a Canadá. Quebec sigue siendo parte de Canadá. El resultado fue una apretada victoria para los oponentes de un Quebec independiente, apenas 50.60 por ciento contra 49.40 por ciento de los votos.

Sea cual fuere el resultado del referéndum de hoy, Escocia cambiará, y también lo hará el Reino Unido.

Una Escocia independiente tendrá un impacto inmediato sobre un aspecto fundamental del sistema de defensa del Reino Unido. Hace décadas que la fuerza de disuasión nuclear británica está compuesta de cuatro submarinos Trident que tienen su base de operaciones en Escocia. Parte de la campaña pro independencia ha sido encabezada por grupos que se oponen a dicho arsenal nuclear. También habrá de verse si la OTAN acepta a una Escocia independiente. La Unión Europea tendrá que pronunciarse también.

La pregunta es sencilla: ¿Escocia debería ser un país independiente? Cualquier residente mayor de 16 años puede votar. Se trata de un electorado relativamente pequeño, poco más de 4 millones. Hay 97 por ciento de votantes que ya se han registrado y se espera que 80 por ciento de ellos acudan hoy a las urnas.

En 2011 el partido nacional escocés de Alex Salmond ganó las elecciones al Parlamento de Escocia. Salmond había prometido un referéndum sobre la independencia de Escocia si ganaba esas elecciones y el gobierno británico aceptó que se llevara a cabo. El auge de Salmond y su partido se explica en parte en la forma que muchos escoceses creen que sucesivos gobiernos conservadores, empezando por el de Margaret Thatcher, han tratado a Escocia. En Westminister hay un solo diputado escocés miembro del Partido Conservador.

Muchos observadores han calificado el proceso como un ejemplo de civilidad. Compárenlo, por ejemplo, con el desaguisado político que algunos partidos han provocado en Cataluña. La verdad es que lo ocurrido en el Reino Unido en torno a la posible independencia de Escocia es algo digno de encomio.

Sin embargo, la última semana de campaña en Escocia nos ha proporcionado un espectáculo insólito. En enero las encuestas indicaban que 60 por ciento de los votantes rechazarían la independencia. Hace ocho días salió una encuesta que revelaba un aumento importante en los votos en favor de una Escocia independiente, al grado que existía un virtual empate entre el sí y el no. Ese resultado era entre los votantes que ya habían tomado una decisión, pero había 20 por ciento del electorado que se mostró indeciso.

Es cierto que muchos indecisos jamás acuden a las urnas. Pero los políticos en Londres se asustaron cuando supieron del auge del sí y del tamaño de los votantes indecisos. Lanzaron una embestida contra los independentistas. Les ofrecieron a los escoceses un mayor control sobre sus finanzas. Lo insólito fue que desfilaron por Edimburgo, Glasgow, Aberdeen y el resto de Escocia unos políticos –muchos de ellos escoceses laboristas– mayores de 50 años prometiendo al electorado que habría aún más devolución si los escoceses optaban por quedarse en el Reino Unido. Se trata de un vulgar soborno.

Fue insólito porque la mayoría de los indecisos son menores a los 40 años. Son jóvenes que deben sonreír cuando platican con los políticos de pelo gris de Londres (Gordon Brown y Alastair Darling, entre otros) que fueron a tratar de convencerlos de las bondades de mantener la unidad del Reino Unido.

El propio primer ministro David Cameron habló de la gran familia del Reino Unido. Alertó sobre la irreversibilidad de la decisión de los escoceses. El Reino Unido quizás no sea un Estado-nación típico; más bien es un amalgama, un conglomerado de cuatro naciones. El nombre lo dice todo: Reino Unido de Gran Bretaña (Gales, Escocia e Inglaterra) e Irlanda del Norte. La última vez que la unión del reino se vio afectada fue en 1922, cuando se independizó la república de Irlanda.

Hace unos días los dirigentes de los tres principales partidos en Londres –el primer ministro conservador David Cameron, el laborista Ed Miliband y el liberal demócrata Nick Clegg– acordaron ofrecer a Escocia un paquete adicional de medidas que se enmarcan en el proceso de devolución de poderes de Londres a Edimburgo.

Se trata de fortalecer el Parlamento escocés (que existe desde 1999) y de garantizar la solvencia económica del sistema de salud pública. Los independentistas calificaron dicha propuesta de un insulto y otros dijeron que se trataba de un soborno más.

Muchos de los escoceses entrevistados han confesado que su corazón les dice que voten por ser independientes mientras que su cabeza les aconseja votar en contra. A final de cuentas (y de cuentas se trata), los escoceses votarán pensando en sus bolsillos. Algo parecido ocurrirá en Cataluña si algún día logran que Madrid les acepte un referéndum sobre su independencia.

¿Qué pasará hoy en Escocia? Me parece que triunfarán los que se oponen a la independencia. A la postre es cosa de la libra esterlina.