Una practica sexual, un "Invento teologico". Historia de la sodomía

Guy Le Gaufey *

Pablo Picasso: Figura en la orilla del mar.
La sodomía –como pecado, como secreto, como confesión– no existió siempre, sino que, a partir del siglo XI, la Iglesia la nombra como tal y la condena. El autor de este texto examina las razones de ese invento, lo vincula con la definición psiquiátrica de las “perversiones” en el siglo XIX y con la hipótesis de algo llamado goce, que estaría más allá del placer.

El cardenal Pedro Damiano, en el siglo XI, en su Liber Gomorrhianus, inventa el sustantivo “sodomía” en base al modelo de “blasphemia”: “Si la blasfemia es el peor de los pecados, no veo en qué sentido la sodomía pueda ser menos”. Tenemos pues en adelante un término que creeríamos bíblico. Nadie puede dudar de que los habitantes de Sodoma se dedicasen a prácticas altamente repudiables, de manera que la ira divina se abatió sobre ella. ¿Pero qué hacían? ¿Acaso se “sodomizaban”? Claro que no. Lo que no quiere decir que ignorasen totalmente la práctica sexual que hoy lleva ese nombre, o sea las relaciones sexuales anales entre hombres o entre hombre y mujer, pero implica que nos detengamos en el modo de construcción de dicho término. Sucede con “sodomía” como con “homosexual”, que vemos emplear sin vergüenza para todas las épocas cuando no existía antes de fines del siglo XIX.

En el momento en que Pedro Damiano inventa el sustantivo “sodomía”, produce la esencia de lo que hasta entonces sólo tenía estatuto de adjetivo y servía para señalar una práctica sexual especialmente vergonzosa calificada de “pecado (o vicio) sodomita”, que pareciera (a medias palabras para no suscitar al respecto alguna clase de concupiscencia) hacer alusión al hecho de tener “una relación de mujer” con un hombre. Pero “sodomía” en la obra de Pedro Damiano tiene otras pretensiones. Esa entidad designa la máxima ira de la que Dios ha dado pruebas respecto de la humanidad pecadora, es el nombre del peor de los pecados que se pueda concebir. Con la “sodomía” se alcanza tal grado máximo en el orden del pecado que ya no es necesario dar una descripción detallada de ella. Y la “sodomía” no se reduce al sentido técnicamente restrictivo que se le otorga desde principios del siglo XV. Corresponden a dicho calificativo: 1. la autopolución o masturbación; 2. el acto de apretar o de frotar las “partes masculinas”, las virilia; 3. la polución entre los muslos (inter femora); 4. la fornicación por detrás (a tergo). Tales pecados son clasificados en orden creciente de gravedad, pero todos son igualmente anulatorios.

Con autores como Alberto Magno, Pablo de Hungría y Tomás de Aquino se va a relacionar y luego a confundir ese nuevo pecado con el “crimen contra natura”, que consiste en no “poner la simiente en el buen vaso”. Pablo de Hungría parte de una definición: “Se llama vicio o pecado contra natura al acto de lanzar la simiente afuera del sitio previsto a tal efecto”, luego enumera las razones que hay para detestarlo por encima de todo. La primera: es peor que el incesto con la madre. La segunda: introduce una ruptura en la continuidad que debemos mantener con Dios. La tercera toma en cuenta el hecho de que no se puede decir nada al respecto sin que se ensucien las bocas de quienes hablan y los oídos de los que escuchan. La cuarta, la más extrema, es también la más problemática: ese pecado no puede ser perdonado a nadie a menos que se confiese notoria y solemnemente, mientras que se reconoce que apenas se lo puede nombrar. Aymé d’Auxerre, dentro de una tradición donde se insertará mucho después André Gide, afirma que la naturaleza misma lo ha dejado sin nombre. Con lo cual se deja traslucir la dificultad propiamente teológica de dicho pecado: mientras que es evidentemente un pecado contra la carne, y todos los pecados contra la carne son remisibles por la infinita misericordia divina, ¿acaso resulta que ese pecado eminentemente carnal heredaría al pasar la propiedad fundamental del pecado contra el Espíritu: no poder ser perdonado?

La sodomía, al confundirse con el pecado contra natura, produce una mezcla explosiva. Sólo el castigo divino le brinda a esa aleación cierta estabilidad, dando a entender que el abandono a las fuerzas del placer bien merece la mayor de las sanciones. Tomás agrega: no solamente no hay que hablar de ello porque eso basta para ofender a Dios, sino que además si se entra en detalles se correría el riesgo de incitar al ignorante, considerado ávido de deseo y de placeres carnales. En consecuencia, a los confesores se les solicita que procedan a una investigación en buena y debida forma con los penitentes para averiguar si han cometido el pecado contra natura, aunque también con tacto y reserva como para no darle esa idea a quien, por fortuna o por gracia, aún no la tuviera.

En el centro de los pecados cuyas listas se las ingenian en armar –donde el primero es el orgullo, considerado la raíz de todos los demás– ahora está la sodomía, que establece a la vez una continuidad y una ruptura, ya que participa en mayor o menor medida de los pecados ligados a los excesos de la carne, mientras que también trae consigo el mal absoluto, el que rompe con el orden de lo humano, por ende con la naturaleza y consecuentemente con Dios.

En el concilio de Letrán III, en 1179, los judíos, los musulmanes y los sodomitas se encuentran yuxtapuestos en la misma condena en razón de que todos contrarían –aunque cada uno a su manera– la omnipotencia divina. Tal implicación directa de la omnipotencia divina en la concepción del crimen contra naturam va a alterar la justicia tradicional y hará del derecho canónico una suerte de modelo para el derecho civil. Hacia fines del siglo XII, Inocencio III promulga un edicto en el cual considera por primera vez la herejía como un crimen majestis, lo que puede entenderse por “crimen de lesa majestad”. En el mismo texto Inocencio III acomete sobre la degeneración y la corrupción del mundo, temas que suministran siempre excelentes introducciones para la tarea de restaurar una gloria declarada en peligro.

Desde el momento en que se procura reprimir un crimen majestis o actos contra naturam, los nuevos métodos (los de los jueces que van a instaurar la Inquisición) están ligados a lo que se podría llamar un programa político nuevo con miras a imponer una concepción particular de la soberanía. Para restaurar la majestad (¿la de Dios?, ¿la del rey?), hace falta una verdad que no puede sino provenir de la confesión. La confesión se vuelve entonces la reina de las pruebas; toda una teología y una pastoral de la palabra y del sacramento de penitencia se desarrollan promoviendo una moral de la intención, provocando una transformación de la noción de falta y de pecado que no deja de signar también los crímenes reprimidos por los jueces. En adelante, es preciso que el criminal que atentó contra la majestad diga su crimen. La confesión se vuelve la probatio plenissima, razón por la cual es preciso que sea “entera”, que no haya nada escondido que continuaría así amenazando al poder en su centro indecible. La tortura no se reduce pues al hecho de maltratar los cuerpos, sino que se impone como una práctica enteramente racional. Los jueces extraen una verdad tanto más entera y completa en la medida en que la tortura es regulada, metódica, progresiva. Se amplía casi en todas partes la extensión de los actos contra naturam, siguiendo en ello a los crímenes de lesa majestad, reunidos todos en el atentado máximo contra la omnipotencia.

Lo que se presenta como indecible debe ser dicho –la tortura está para eso– porque un nuevo lazo está a punto de crearse entre los repliegues más íntimos de un alma cualquiera y la majestad del poder, que emprende así el camino para volverse absoluto. No es solamente en la evidencia de los actos, sino también en el secreto de los corazones donde hay que ir a indagar al mismo tiempo las andanzas sexuales y los atentados contra la majestad del poder: el de Dios, el de la Iglesia y su rigor en la fe, el del rey representante de Cristo. Ese nuevo orden jurídico, que acompaña el lento movimiento de constitución del Estado moderno, es afín a la sodomía, ya que en ella se confunden íntimamente un acto criminal (el desvío del semen), un movimiento libidinal considerado tan impetuoso que ante todo no hay que despertarlo, y un atentado a la integridad de la majestad, divina y civil.

La invención teológica de la sodomía y su posicionamiento jurídico como crimen majestis ofrecen la misma factura formal que la invención de la perversión y otras aberraciones sexuales en el siglo XIX: en ambos casos, se trata de instaurar una solución de continuidad en el interior del sexo, una ruptura que permite plegar uno sobre la otra, encuentro sexual y necesidad reproductiva. Porque el vínculo que podemos establecer entre esos dos sistemas que separan ocho siglos no obedece solamente a su preocupación común por el sexo, sino a una especie de hallazgo formal: el elemento introducido –en un caso la sodomía, en otro la aberración sexual– forma parte de la serie (de los pecados, de los comportamientos sexuales), pero presenta también un exceso de tal modo que igualmente se encarga de introducir un hiato en el seno del conjunto de donde procede. Pertenece y no pertenece a dicha serie, de donde surge la común denominación de “contra natura”. Con ese término, ya no se sabe si nos enfrentamos a una frontera, o sea algo que separa dos espacios de idéntica consistencia, o a un límite, o sea aquello que bordea un espacio sin decir nada sobre el “otro lado”. El orden religioso y el orden burgués, por más diferentes que se los suponga en sus fundamentos, juegan con esa misma ambigüedad: sigilosamente, bajo el trueno intimidatorio de los redobles de tambor del poder ofendido, se arrogan el derecho de pronunciar que en adelante una frontera constituirá un límite. Quien lo sobrepase no podrá ser reintegrado en el orbe humano sino a costa de procedimientos especiales.

El problema moral solucionado así por la teología y la psiquiatría del siglo XIX en base a la exclusión de un escape incontrolable sin embargo no desaparece, sino que ahora resurge casi en una forma invertida, que Lacan hace resonar de otro modo al pronunciar al respecto el término “goce”. La distinción entre placer y goce ofrece dos términos positivos para lo que Freud se había contentado con denominar “principio de placer” y “más allá del principio del placer”. Ese nuevo sentido del término “goce” también va a señalar una ruptura, un más allá que plantea a su manera una pregunta formalmente idéntica a la de la sodomía: ¿el más grave de los pecados humanos o bien lo que rompe con la humanidad? El goce: ¿un plus de intensidad en el placer o un desprendimiento de naturaleza totalmente distinta?

* Texto extractado de Hiatus sexualis. La no-relación sexual según Lacan, de reciente aparición (ed. El Cuenco de Plata).

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El denso misterio de la copulación

Guy Le Gaufey

La frase “No hay relación sexual”, proclamada por Jacques Lacan como principio fundamental, obedece al equívoco que mantiene la lengua francesa en torno de la expresión misma: la “relación sexual” designa en primera instancia y sin ambages el acto sexual entre dos o varios participantes, de sexo diferente o del mismo sexo. El término “relación” [rapport] está tomado aquí en su sentido relacional. El que no haya “relación sexual” llega pues a insinuar con bastante rapidez que entre los sexos, aun cuando sean dos, al menos en primera instancia y muy obviamente, no hay vínculo, ni correlación, ni conexión, ni enlace que merezca llamarse “relación”. El hecho es que, a pesar de las alabanzas incansablemente dirigidas al amor, funciona bastante mal entre uno y otro sexo. Que la “relación” entre ellos pueda ser tan desastrosa como deliciosa impulsa a que cada cual ironice, y aquel que llegue a afirmar que “no hay” relación entre los sexos profundizaría hasta la irrisión una fractura digna de remontarse hasta el alba de la humanidad.

Pero, ¿qué se niega en tal formulación? ¿Qué es entonces la “relación sexual” de la que se piensa tan rápido, tan tontamente que sabemos lo que es? Por el simple hecho de que hay dos sexos, ¿mantendrían “naturalmente” una relación? Esa evidencia se disipa apenas se emprende la tarea de darle forma, de sostenerla discursivamente. El amor –primera respuesta– no es en absoluto específico de la relación sexual entre dos participantes, cualquiera sea su género; no es lo que brindará la clave de tal relación. Los roles biológicos, fuertemente determinados a su vez por la procreación y la perpetuación de la especie, no asignan ningún estatuto a los participantes de un acto sexual no procreativo.

Las culturas, por su parte, se esfuerzan en dictar a sus miembros aquello en lo que consiste ser un hombre y aquello en lo que consiste ser una mujer, pero la antropología ha revelado tal diversidad en este punto que uno queda atónito; si hay una “relación”, ¿cómo podría ser tan diversa? Basta con tomar alguna distancia respecto del etnocentrismo y su manera de sugerir a cada uno la excelencia de su cultura contra todas las demás para ser de entrada más receptivo a un cuestionamiento referido a la existencia de tal “relación” y su aspiración a lo científicamente universal, más allá de la situación cultural.

A pesar de los saberes que se acumulan sobre el sexo, del furor discursivo que pretende poner orden allí, del silencio que los poderes inquietos le imponen a su abordaje, subsiste cierta especie de desarreglo subjetivo, cierta ignorancia insondable, frente a la pregunta abismal: ¿por qué tú niña y yo varón? ¿Por qué yo Tarzán, tú Jane? ¿Qué es ese asunto del sexo que un día u otro instala para cada cual, en un parpadeo, un misterio tan denso? ¿Por qué hace falta que al mismo tiempo exista esa separación y el ansia loca de anularla, de ponerle fin, de levantar su hipoteca?

La evidencia de la diferencia sexual encierra algo provocativo para la mente: ¿cómo es que dos seres tan similares pueden ser tan disímiles? Y la conjunción ocasional de los dos en el acto que a la vez los hace unirse y chocar no resuelve en absoluto el problema, no anula la distancia. Una vez efectuado dicho acercamiento, cada uno de los participantes puede sentir como un lejano eco de la fuerte frase de Máximo el Confesor: “Porque la unión, al apartar la separación, no ha mermado la diferencia”. ¿Qué implica entonces ver en esa diferencia ya no el gozne que uniría una puerta y un marco, sino un hiato irreductible, una apertura sin junturas, una solución de continuidad sin remedio: “No hay relación sexual”?

Lo que no allana sin embargo la inaccesibilidad en materia de sexo, esa locura a veces del humano preso de la exigencia de ubicarse en uno de los casilleros sexuales que le ofrece la sociedad en la que creció: no sólo que esa diferencia le es dada sin que la haya pedido para nada, sino que además llega el momento en que, tras haberla descubierto, se insiste mucho en que la reivindique, se inscriba en ella, la haga suya. Yacen aquí las dificultades que bien parecen ser, dentro del inmenso linaje sexuado, el dudoso privilegio de los seres hablantes. Con ellos, ante el abordaje del sexo: se charlotea, se farfulla, se discursea, se discute a más y mejor. Ese otro producto de la evolución natural que es el lenguaje se entrechoca con las necesidades reproductivas y, como el agua, se extiende, se introduce en todos los rincones y recovecos de la actividad de machos y hembras, exigiendo su transformación en hombres y mujeres.

Si la idea de relación sexual tuvo un sostén decisivo en la noción de una “naturaleza” eterna, siempre a favor de los poderes instaurados en la medida en que esta última fundamenta su legitimidad, la negación referida a la existencia de tal relación no puede hacerlo en modo alguno. Es, por el contrario, hija de su época, que ha visto el acto sexual desprenderse de los imperativos reproductivos ligados a la supervivencia de la especie para llegar a colmarse de valor de goce, hasta entonces visto más bien como algo accidental. Coger, copular, coitar, fornicar han llegado a aparecer en pocas décadas y (casi) para todos como un fin digno de consideración, y el goce es juzgado como un valor por adquirir, ya no solamente como un acontecimiento íntimo y secreto o como un vicio aberrante.