EE.UU. Destruyendo el sueño

David Brooks
La Jornada [x]

El departamento más caro y lujoso del mundo está en Mónaco. Tiene cinco pisos, con resbaladilla hasta la piscina en la parte de abajo, discoteca, sala de cine, gimnasio, varios bares y más, y sólo cuesta 418 millones de dólares; el agente de ventas asegura que esto es para los oligarcas serios, los más ricos de los ricos. Una bolsa de cuero para practicar boxeo diseñada por Karl Lagerfeld para Louis Vuitton se puede llevar por sólo 175 mil dólares (pero incluye guantes de boxeo). Los nuevos edificios que están cambiando el perfil de Nueva York son casi todos de ultralujo. Para entrar a la lista anual de Forbes de los 400 multimillonarios más ricos de Estados Unidos se necesitaba por lo menos una fortuna de 1.55 mil millones, el nivel más alto desde que se empezó a elaborar esta lista, en 1982. Nada de esto se oculta, todo está a la vista.


Los súper ricos –ese famoso 1 por ciento nombrado e identificado por el movimiento Ocupa Wall Street– son aún más ricos de lo que uno se puede imaginar. En 1973 captaban 25 por ciento de la riqueza total del país más rico del mundo, y hoy día han capturado más de 40 por ciento. El 10 por ciento más rico capta la mitad de todo el ingreso nacional y son dueños de 75 por ciento de la riqueza nacional. Según algunos cálculos este es un nivel de concentración de riqueza sin precedente, aún mayor que el alcanzado poco antes de la gran depresión.

Obviamente, todos los demás han visto sus ingresos caer o mantenerse estancados durante una generación –el ingreso medio de los hogares está por debajo de su nivel de hace 25 años–, con el resultado de que hay más familias que viven en la pobreza, más inseguridad alimentaria –o sea, hambre– y más familias sin vivienda, o cuyos empleos tienen salarios deprimidos, el nivel de deuda estudiantil más alto de la historia y el fin de la promesa de una oportunidad para todos. Según estadísticas oficiales, el porcentaje de la riqueza captada por el 50 por ciento más pobre de los hogares se redujo de 3 por ciento en 1989 a sólo 1 por ciento, en 2013. La riqueza del hogar medio se desplomó más de 40 por ciento entre 2007 y 2013.

La cosa ha llegado a tal extremo que voces sorprendentes han sonado la alarma. El incremento continuado de la desigualdad en Estados Unidos me preocupa mucho. Creo que es apropiado preguntar si esta tendencia es compatible con los valores enraizados en la historia de nuestra nación, entre ellos el alto valor que los estadounidenses tradicionalmente han puesto a la igualdad de oportunidades. La que habla no es una economista progresista o un activista de izquierda, sino Janet Yellen, presidenta de la Reserva Federal –el banco central de Estados Unidos–, en un discurso pronunciado la semana pasada.

Joseph Stiglitz, el economista premio Nobel, ha dedicado los últimos años a la investigación de esta desigualdad que, afirma, pone en jaque al sistema económico nacional e internacional. Recientemente escribió que a pesar de lo rápido que crezca el PIB de un país, un sistema económico que no logra entregar las ganancias a la mayoría de sus ciudadanos, y donde un porcentaje creciente de su población enfrenta una creciente inseguridad, es, en un sentido fundamental, un sistema económico fracasado.

Todo esto se siente en las calles y campos de este país. Más aún, no se perciben alternativas, salidas o cambios, porque el sistema político es considerado algo que, cada vez más, sólo sirve a los más ricos.

Stiglitz, como se reportó anteriormente, lo resumió así: el sistema político estadunidense está desbordado por el dinero. La desigualdad económica se traduce en desigualdad política, y la desigualdad política genera más desigualdad económica.

Los multimillonarios esencialmente compran elecciones –nacionales, estatales, locales– con sus donaciones, ahora casi sin límite legal gracias a fallos recientes de la Suprema Corte, que defiende explícitamente estas actividades como libertad de expresión. En 2000, agrupaciones externas gastaron 52 millones en campañas electorales; para 2012 ese monto se elevó a más de mil millones, según el Center for Responsive Politics.

Bob Herbert, reconocido periodista, ex columnista del New York Times y autor de un nuevo libro llamado Perdiendo nuestro camino, comentó en entrevista con Bill Moyers que “la principal manera en que hemos perdido nuestro camino es que en lugar de ser una democracia cívica… creo que hemos establecido una estructura del poder donde las grandes empresas y los grandes bancos se han aliado con el gobierno nacional, y en muchos casos con los gobiernos locales, para promover intereses empresariales y financieros en lugar de aquellas cosas que serían en el mejor interés de la gente trabajadora ordinaria”.

David Simon, creador de las extraordinarias series The Wire y Treme –esenciales para cualquiera que desea entender al Estados Unidos contemporáneo– comenta que el deterioro del país es consecuencia de esa noción de que los mercados resolverán todo, algo que no engrana con la noción de responsabilidad colectiva. Sólo somos una buena sociedad en la medida en que tratamos a aquellos que son más vulnerables y nadie es más vulnerable que nuestros pobres. Ser pobre no es un crimen, excepto en Estados Unidos, afirmó en entrevista con The Guardian.

Agregó: “tiene que cambiar; cuando el capital tiene el derecho de comprar al gobierno, ese mismo gobierno que podría de ciertas maneras crear las normas básicas de comportamiento, todo, desde la mano de obra infantil a la protección ambiental, a la seguridad en el trabajo, a los salarios mínimos consistentes con el costo de la vida… Pues, eventualmente llegará al punto donde está tan de la chingada que la gente va a aventar un ladrillo”.

La desigualdad económica –y por lo tanto política– ha convertido el sueño americano en una pesadilla. La pregunta es: cuándo despertará este país.