La democracia, en la cuerda floja

Soledad Loaeza
La Jornada [x]

Una vez más, la democracia en América Latina parece sostenida en una cuerda floja en la que puede perder el equilibrio en cualquier momento. De ser así, nos veríamos proyectados a un futuro todavía más indeseable que el pasado que creímos superar cuando pusimos todas nuestras esperanzas en un arreglo institucional que cumplía con los criterios internacionales del deber ser democrático. Este fracaso traería algo peor que el autoritarismo conocido, porque lo nuevo no podría justificarse con la promesa de la democracia, al contrario, lo haría con argumentos que la desacreditaran. Ante lo que ocurre en algunos países latinoamericanos, que entienden la democracia sobre todo como la relación directa con un líder más o menos iluminado, podemos imaginar que el gobierno que entonces se instalara sería una rectificación autoritaria, más intolerante que el régimen que desmantelamos en los años 80, porque su punto de partida sería la crítica y el rechazo a la democracia.


Diferentes encuestas indican que en los últimos meses se ha extendido en América Latina la desilusión con esa forma de gobierno, contrariando los hallazgos de Latinobarómetro en 2013, cuando se registraba un incremento en las actitudes favorables a la democracia, el cual se atribuía a modestísimos avances en la economía. A pesar del entusiasmo con que se reportó este contento, la imagen que la democracia ofrecía en la mayoría de los países del área era la de una experiencia estancada, que no había avanzado más allá de procesos electorales relativamente satisfactorios o suficientes, porque seguía sin resolverse lo que el informe mencionado llama el talón de Aquiles de América Latina: la desigualdad y la pobreza. Hoy esos problemas persisten y en cambio las perspectivas económicas son mediocres, si no es que de plano malas, de manera que todo sugiere que la democracia tendrá que sortear nuevas dificultades, que en los tiempos que vienen la cuerda floja estará menos tensa, será más peligrosa. A los problemas sociales mencionados arriba, de por sí difíciles, en México se ha sumado uno más, que es de plano intratable: la violencia.

A pesar de que las instituciones electorales son uno de los blancos preferidos del descontento, no creo que el origen de la fragilidad de la democracia esté en las instituciones. Las amenazas que encara son de otra naturaleza. Algunas de ellas son estructurales, como las que mencioné antes, y su solución requiere políticas de largo plazo, políticas de Estado que no se modifiquen con los cambios de gobierno, sino que mantengan a través del tiempo su consistencia y su cadencia. Esta propuesta, que a mí me parece razonable, le resulta inaceptable a una corriente de opinión que ve en el Estado a un temible Leviatán que hay que combatir. Pero hay que preguntarse quién o qué, si no es el Estado, puede asumir la responsabilidad de atacar un problema de tan grandes dimensiones.

Otro tipo de enemigos de la democracia, igualmente poderosos y potencialmente letales, son por lo menos dos: las organizaciones criminales, que en el caso de México, por ejemplo, han montado una ofensiva brutal contra el Estado y la sociedad; en segundo lugar, la corrupción de políticos y funcionarios públicos. La penetración de las instituciones de gobierno por parte del crimen organizado socava el valor moral del voto, que aparece como un producto en venta. La corrupción mina los principios democráticos porque produce en el ciudadano que votó la desagradable sensación de que ha sido utilizado para enriquecer a quien era en realidad un indeseable. Si no defraudaron mi voto, defraudaron mi confianza en la validez del voto. ¿Qué piensan los ciudadanos honestos que votaron por José Luis Abarca? Seguro los hay. ¿Qué podemos pensar de políticos que han demostrado que no tienen capacidad de aprendizaje y han estado dispuestos a repetir errores que les costarán su lugar en la historia? Por ejemplo, las acusaciones de corrupción destruyen en la memoria de los ciudadanos la obra de un presidente; sus acciones, por benéficas que fueran al país, se empequeñecen hasta la desaparición cuando se acreditan a sus ambiciones personales. Pero, ¿la democracia fomenta esos comportamientos? No. Lo que la democracia enseña, entre otras cosas, es que nada hay más poderoso que un voto, que nada hay más peligroso que un voto.