Las lecciones de un embargo

 Serge Halimi
Le Monde Diplomatique

La derrota electoral de noviembre pasado parece haber revigorizado al presidente de Estados Unidos. Elegido triunfalmente para ocupar la Casa Blanca en 2008 y con una cómoda mayoría parlamentaria durante sus dos primeros años de mandato, sólo sacó de todo eso una modesta reforma del sistema de salud y una letanía de homilías en las que predicaba el compromiso a parlamentarios republicanos decididos a destruirlo (1). En cambio, desde que su partido fue aplastado en las elecciones de mitad de mandato y ahora que su carrera política se termina, Barack Obama multiplica las decisiones audaces. Anunciada justo después de un importante acuerdo climático con China y la amnistía de cinco millones de inmigrantes clandestinos, su decisión de restablecer las relaciones diplomáticas con La Habana da cuenta de ello. ¿Acaso la democracia estadounidense exige que un presidente ya no tenga ni senador fanático que cuidar ni lobby rico que sobornar para que pueda tomar una decisión razonable?


Prometido por Obama, el levantamiento del embargo que en 1962 John F. Kennedy le impuso a Cuba corregiría una violación del derecho internacional tan indefendible que todos los Estados del planeta, con excepción de Israel, condenaban cada año la causa de Washington (2). Acaso habían percibido que más allá de los pretextos virtuosos que exponía Estados Unidos (los derechos humanos, la libertad de consciencia), de los que se sabe cuán respetados son en tierras del aliado saudí o en Guantánamo, se trataba de marcar rabiosamente su desprecio. Pues, a escasa distancia de Florida, un pequeño país había osado hacerle frente, durante mucho tiempo y casi solo, al imperio estadounidense. Esta batalla de la dignidad, de la soberanía, el que la ganó en definitiva fue David.

Pero en qué estado… Aunque el embargo de Washington no logró su objetivo de “cambio de régimen” en La Habana, el modelo cubano que intentaba contener fue destruido. “Ya no funciona ni siquiera para nosotros”, llegó a conceder Fidel Castro en 2010, a modo de aval a las reformas “liberales” impulsadas por su hermano Raúl. Tras la disolución del bloque soviético, del cual la isla dependía para casi todo, el poder de compra de los cubanos de hecho se derrumbó. La mayor parte de los cubanos sólo sobrevive en una economía desbaratada gracias a una frugalidad de cada instante y a un desarrollado sentido del rebusque (3). En Cuba, liberalizar implicará sobre todo, por el momento, permitir que empleados que eran casi todos funcionarios se vuelvan propietarios de los pequeños comercios para los que trabajan.

Justificando su histórica decisión, saludada enseguida por las grandes empresas de su país con intenciones de desarrollar sus negocios en la isla (American Airlines, Hilton, PepsiCo, etc.), el presidente Obama observó que “intentar provocar el derrumbe de Cuba no sería bueno ni para los intereses estadounidenses ni para el pueblo cubano. Incluso si funcionase –y fracasó durante cincuenta años–, sabemos que los países son más susceptibles a transformarse de forma duradera cuando sus pueblos no están condenados al caos”. Sólo les queda a Washington, Berlín, Londres y París aplicar esta enseñanza también con Rusia. ¿Sin esperar cincuenta años?

Notas:
1. Véase Serge Halimi, “¿Se puede reformar Estados Unidos?”, Le Monde diplomatique, edición chilena, enero-febrero de 2010.
2. En 2013, Palau, las islas Marshall y Micronesia se abstuvieron en el voto anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas acerca de esta cuestión.
3. Véase Renaud Lambert, “Cuba, los frijoles y la reforma”, Le Monde diplomatique, edición chilena, abril de 2011.

*Director de Le Monde Diplomatique.
Traducción: Aldo Giacometti