Si Arabia Saudita no aviva las llamas del infierno de Isis, ¿entonces quién?

Robert Fisk
The Independent

La imagen de un musulmán siendo quemado vivo es más terrible para millones de musulmanes que la de un infiel quemado vivo. ¿Quiénes son los musulmanes que apoyan la inmolación de un joven jordano? Y, lo que es más importante, ¿quiénes son sus jefes? Los jordanos, de los cuales más de la mitad son palestinos, ahora tendrán que debatir la dicotomía entre la lealtad tribal y la religión, y hacerse la pregunta de quiénes son sus verdaderos aliados –y sus verdaderos enemigos nacionales– en Medio Oriente. Ahora la luz buscadora de su atención volverá a pasar por alto la región del golfo Pérsico y a la más wahabita de las naciones, el reino de Arabia Saudita. Dicho crudamente: ¿debe el mundo debe culpar a los saudita por ese monstruo inflamable que es el Isis?

Estados Unidos, donde el Departamento de Estado y el Pentágono están divididos sobre el papel fundacional de Arabia Saudita en la violencia salafista –el departamento considera una fuerza moderada para el bien a la monarquía pro occidental, mientras el Pentágono sospecha que todos los caminos islamitas llevan a Riad– tal vez tenga que repensar su relación con el reino. Predeciblemente, el presidente Obama denostó la barbarie del Isis esta semana, el New York Times reveló que el así llamado atacante número 20 del 11-S, Zacarias Moussaoui, quiere declarar ante una corte que una vez entregó cartas de Osama bin Laden al entonces príncipe heredero Salman, quien hoy es el rey, y afirma también que es la realeza saudita la que ayuda a financiar a Al Qaeda.

Este reporte fue compilado por Scott Shane, quien se especializa en hacer informes de seguridad; las afirmaciones de Moussaoui se refieren a acontecimientos ocurridos hace más de 13 años. Moussaoui fue arrestado antes de los atentados del 11-S. También resulta poco probable que un funcionario de Al Qaeda de relativamente bajo nivel tuviera contacto directo con el príncipe heredero saudita o manejara la base de datos que contiene la lista de los donantes de Al Qaeda, misma que supuestamente incluye al príncipe Turki Faisal, al mayordomo de la inteligencia en el reino, y al príncipe Bandar bin Sultán, además del embajador saudita en Estados Unidos, Adel A. Jubier, quien actualmente ha perdido popularidad.

Pero Arabia Saudita es un Estado wahabita cuya moralidad puritana del siglo XVIII definió al talibán –movimiento que también recibió apoyo moral y financiero de los sauditas– y cuya misoginia y grotescas decapitaciones públicas después de juicios sumarios son comparables a la crueldad de los castigos del Isis.

Los sauditas claman inocencia, a veces por medio de sus abogados, y niegan cualquier nexo con el terrorismo. Pero Bin Laden fue un saudita que en 1990 sostuvo un encuentro personal con el príncipe Turki en Pakistán. Quince de los 19 secuestradores del 11-S eran ciudadanos sauditas. Meses después de los ataques en Estados Unidos un informe clasificado del Pentágono fue presentado por un analista de Rand Corporation, fundada en 1945 para ayudar al ejército israelí, y en él se afirmó que Arabia Saudita era la semilla del mal en Medio Oriente, y que la nación estaba activa en todos los niveles de la cadena terrorista.

Decidir quién está financiando al Isis, y quién debe ser culpado por su sobreviviencia, depende del grado en que el mundo crea que el Estado Islámico se está autofinanciando. Gobiernos occidentales han detallado la producción de los pozos petroleros dentro del territorio capturado por el Isis y las vastas cantidades de dinero supuestamente robadas de los bancos de Mosul. Pero el contrabando de combustible y el saqueo de bóvedas bancarias difícilmente puede sostener a la nación islamita que controla un área más grande que el Reino Unido.

Millones de dólares deben de estar llegando a las manos del Isis desde el exterior de Irak y Siria y la pregunta que debe hacerse es: si no proviene de Arabia Saudita –o Qatar– ¿quién está proveyendo estos recursos? ¿Islandia? ¿Perú?

Fuente y traducción: Gabriela Fonseca (La Jornada)