El individualismo espiritual

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Luego de un ciclo de más de 12 años de recuperación económica y crecimiento del trabajo en nuestro país, son numerosos los estudios que indican un notable aumento de la clase media en esta etapa. Por citar solo algunos de ellos, el Banco Mundial, en un informe de diciembre de 2014, asegura que en la Argentina el 54,5% pertenece a este segmento social, 1,6% a la clase baja y 28,9% a la alta (el mismo reporte del organismo asevera que en 2000 la clase media era de 45,5%).


Por otro lado, diferente es la autopercepción que los propios ciudadanos tienen de su pertenencia social y también son varios los estudios que muestran como alrededor del 80% de los argentinos se “autodefinen” como de clase media. Esta es una característica cultural con arraigo en nuestro país: “ser” clase media es no solo un deseo aspiracional de los sectores populares, sino también de las clases altas, quizás por formar parte de una sociedad de raigambre latina en donde, ¿a diferencia de las sajonas?, la ostentación de riqueza conserva ciertos estigmas morales.

Ahora bien. Hay un debate que es largo entre los estudiosos de esta temática: ¿cómo definir quién es de clase media y cómo? La primer tentación (y la más clásica) es hacerlo vía “ingresos”, pero tal recorte no puede dar cuenta en absoluto de algunas características muy propias de nuestro país. Los recurrentes ciclos de crisis-recuperación de nuestra economía y las persistentes inestabilidades que conllevan, marcan límites claros a esta visión. Ejemplo clarísimo pudimos observar en la última de ellas, en 2001, cuando con una desocupación de más del 26% hizo añicos los ingresos de todas las capas sociales.

Otro modo, más “fino” y por ende un tanto más “historicista”, cruza variables: ingresos, vivienda, educación. Y hay otra más, que intenta una superación de los límites de las dos anteriores: definir quién es clase media por sus consumos.


Y aquí llegamos al punto a donde quería llegar desde el inicio. Con un proyecto político que adoptó e impulsó una política económica dirigida centralmente al fortalecimiento del mercado interno, vía generación de empleo y, -sobre todo últimamente- impulso fuerte al consumo, hay un importante segmento de las clases medias que entran en crisis de “pertenencia” y de identificación. La pregunta que muchos se hacen podría ser esta: “¿cómo puede ser que el teléfono celular de última generación que tengo es igual al que tiene el encargado de mi edificio? ¿cómo es posible que las “primeras marcas” sean las mismas en el Paseo Alcorta que en el Shopping de San Justo y que, además, facturen parecido?”

Se abre aquí, se abrió, un vacío simbólico que comienza a llenarse de modo lateral. Si el poder de consumo ya no me diferencia…¿cómo logro distinguirme?

Bien, aquí postulamos que estamos viendo en la Argentina los inicios de lo que llamamos “individualismo espiritual” como etapa superadora  del “individualismo consumista”.

Tampoco es que sea un rasgo “parroquial”, claro. Contrariando  aquellos que dicen que “estamos aislados del mundo” esta emergencia es precisamente un dato que indica lo contrario. El capitalismo global de las últimas décadas alumbró un ciudadano -quizás habría que llamarlo “persona”- que incorpora entre sus aspiraciones para realizarse al hedonismo, al “vivir bien”, a la búsqueda del placer y la satisfacción meramente individual. Vamos: que hoy no hay charla entre dos personas jóvenes, profesionales, independientes y acomodadas, que no incluya a la hora del segundo Campari la pregunta “¿vos qué hacés para trabajar tu ser interior, tu espíritu?”. Por supuesto, es un nuevo modo de abordar la espiritualidad. Un modo que abreva en la autoayuda, pasa por las últimas novedades gastronómicas, divisa un horizonte de cuidado ambiental y hace del running una nueva religión profana.

(Paréntesis: no se trata aquí de establecer un juicio de valor sobre estas tendencias. Comer rico y sano está bueno, cuidar el ambiente está bueno y dicen que correr está bueno. Y el Campari está buenísimo, aunque no tanto como el julep de Cynar).

Dicho lo anterior, resta un paso en el análisis. Si para una parte importante de nuestra sociedad cambia la relación con lo público pues los objetivos de realización se vuelcan hacia una nueva “interioridad”, ¿cómo no va a cambiar la relación de esos sectores con el Estado y, por supuesto, con la política? ¿es posible seguir interpelando a estos segmentos con los argumentos y las estrategias propias de otras épocas? Pareciera que no.

Y la última pregunta de todas: ¿hay alguien pensando políticamente esto? Pareciera que sí. Porque este individuo tiene una expresión política que sí los interpela. Es la política de “la buena onda”, una política que expresa la escisión de la sociedad civil del Estado, que se presenta como contraria a cualquier atisbo de conflicto, de cualquier rasgo ideologizante, de cualquier tipo de antagonismo que puedan alterar la búsqueda y, sobre todo, el encuentro, de una “linda vida”.

Tiene potencia, claro que tiene potencia, esta pospolítica de la “buena onda”. Porque sabe encaramarse, superando por arriba, como a los laberintos, los logros económicos conseguidos por aquellos a quienes vienen a combatir y a intentar suplantar: los proyectos nacional-populares que marcan el ciclo de esta década y media en Latinoamérica.


Para finalizar: las políticas y los políticos populares no pueden estar ausentes de estas reflexiones psico-sociológicas ¿Cómo interpelar a los ciudadanos sin un abordaje crítico y reflexivo sobre sus sueños y expectativas? No se trata, claro que no, de caer -precisamente- en aquellos artilugios del marketing electoral que simplemente deciden “hacer seguidismo de la gente”. Pero, al menos, sí se trata de no pasmarse de sorpresa cuando a las 18 horas se abre cada uno de los sobres que hay en las urnas de nuestras ciudades.