Colombia. Estampas

 Carlos Gutiérrez M.
Le Monde Diplomatique

En la foto que registra el momento en el cual el presidente Santos y el comandante de las farc se dan la mano, certificando su complacencia por el nuevo punto pactado dentro de la agenda que se negocia en La Habana para acordar el cese de la guerra en Colombia, el más contento de los dos era el tercero, el que los acompañaba como anfitrión, Raúl Castro, actual presidente de Cuba.

 Una plena satisfacción cubre todo su rostro. El pueblo cubano se ha batido como el que más por la paz en distintos países del planeta; solidario como pocos, ha brindado sangre, recursos técnicos de todo tipo, ejemplo, consejos,  consecuencia. Ahora, con respecto a Colombia, no ha sido distinto, incidiendo –esto es innegable– en las farc para que gire en su valoración y percepción de la guerra que afronta desde décadas atrás, actuando de igual manera ante diversos países de la región para que hagan lo propio. Su percepción es única: existe en la actualidad un escenario favorable para derrotar a los gobiernos neoliberales dominantes en la región por vía electoral, pero en Colombia tal posibilidad está bloqueada por la persistencia de la guerra.

Giro de tiempos y de escenarios. En sus negociaciones para restablecer relaciones en términos de igualdad con los Estados Unidos, en la agenda debió haberse incluido en algún momento la necesidad de llevar a su fin la guerra colombiana, y los negociadores cubanos se comprometieron muy seguramente en aconsejar a la insurgencia para que variara su punto de vista sobre el estado actual de la correlación de fuerzas y la imposibilidad de revertirla. Un punto a su favor, luego de tantas décadas de solidaridad con la paz, fruto del triunfo en la guerra.

De manera similar, en procura de sus intereses como potencia de primer orden y de los beneficios para sus multinacionales, actuaron los Estados Unidos, siempre presentes y dominantes en nuestro país, aunque ahora solamente reconozcan una parte de su injerencia: “El apoyo de los Estados Unidos a Colombia se remonta más de 15 años al Plan Colombia, iniciativa bipartidista, impulsada y sostenida por los Presidentes y Congresos de ambos partidos” (sic) (1). Para especificar sin rodeos: “El Presidente y yo nos hemos reunido varias veces desde el comienzo de las negociaciones y hablamos con frecuencia por teléfono. De igual forma, me he reunido dos veces con los negociadores del gobierno colombiano. […] el presidente Santos pidió que los Estados Unidos apoyaran el proceso de paz a través de la designación de un Enviado Especial. El presidente Obama y yo aceptamos, y designamos al anterior secretario de Estado, Adjunto Bernard Aronson, quien se ha involucrado en cada paso del proceso, incluida la más reciente ronda de negociaciones en Cuba la semana pasada, y seguirá colaborando estrechamente con este proceso” (2).

Las reacciones suscitadas por el acuerdo logrado en el acápite de justicia de esta negociación, y que determina la creación de una Jurisdicción Especial para la Paz, con el 23 de marzo del año 2016 como fecha límite para la firma del acuerdo total de la misma, seis meses después del protocolo transmitido desde La Habana, fue recibido en Caracas como un triunfo propio. No es para menos. El gobierno venezolano tampoco ahorró esfuerzos durante los años anteriores para que el actual diálogo tomara forma. El desmonte del paramilitarismo, el control del narcotráfico, la disminución de la emigración criolla hacia su territorio, la destrucción de argumentos para que los Estados Unidos no los estigmatice como “Estado que apoya el terrorismo”, ayudando de esta manera al mejoramiento de sus relaciones con el país del Norte, son realidades que motivaron inicialmente a Chávez, y luego a sus sucesores, a comprometerse con este proceso. La declaración de día cívico en Venezuela, como anunció Maduro, el día que se firme la paz en el país vecino, resume de buen modo el peso que tiene la guerra colombiana en la región y cómo las puertas se han cerrado para la misma (3).

Voces preocupadas por lo firmado, porque no garantiza el cabal cumplimiento de los derechos humanos, o sensatas por su significado provinieron de organizaciones como Human Rights Watch, cuyo director para las Américas aseguró que lo acordado “sacrifica la justicia” y que los “responsables de delitos atroces no recibirán un castigo genuino” (4), y la Corte Penal Internacional, que a través de la fiscal Fatou Bensouda adelantó que “revisará en detalle y analizará cuidadosamente las disposiciones acordadas como parte de su continuo examen preliminar sobre la situación en Colombia” (5). Desde el interior del país, no ocultaron su malestar el ahora senador Uribe y el Procurador.

El ‘centro democrático’, con sus fuerzas dispuestas para una nueva batalla que tiene plazo fijo, expresó su malestar y desde ahora permite vaticinar que la disputa ciudadana por la refrendación de los acuerdos que finalmente sean firmados en La Habana no contará con todo el camino expedito. La disputa será a fondo (6). Según su entender y deseo, las farc deben ser tratadas como un grupo alzado en armas que ha sido derrotado, es decir, como una insurgencia sometida, sin privilegio alguno.

En igual sentido van las impresiones del Procurador al enfatizar en que el acuerdo de justicia transicional alcanzado “[…] es insostenible jurídica y políticamente si no incluye penas de prisión para los máximos responsables de crímenes perpetrados por las guerrilla” (7). Declaraciones, unas y otras, expresadas como simples deseos, ya que la Mesa instalada en el país caribeño da fe de lo contrario, es decir, que la realidad del conflicto criollo no llega a tal estado de cosas.

El hecho de que las farc persistan en su convicción de no aceptar una desmovilización ni la entrega de armas al establecimiento –su enemigo– refleja sin matices lo anterior. Lo firmado el 23 de septiembre, al materializarse en un tribunal independiente y no con los jueces nacionales, también concreta su rechazo de la justicia contra la que se han batido por tantos años, garantizando a la par que no quedarán sometidos a cárcel, y que el proceso judicial mismo que los afectará a ellos también estará abierto para todo tipo de personas que hayan intervenido en el conflicto, de manera directa o como sustentador intelectual o material. A este logro llegan precisamente porque les reconocen que aún conservan capacidad para prolongar el conflicto, así carezcan de fuerzas y poder suficiente para revertir la correlación de fuerzas y el dispositivo estratégico que les impide reunir sus tropas sobre concentraciones enemigas, abriendo corredores para su movilidad y acercamiento al centro del país.

De esta manera, se avanza en una agenda compleja pero que no discute el modelo económico y político nacional que ha propiciado el surgimiento de la confrontación armada que ahora se negocia con las farc, con acuerdos en otros ítems de la misma agenda, tales como “Hacia un Nuevo Campo Colombiano: Reforma Rural Integral”, “Participación política: Apertura democrática para construir la paz” y “Solución al Problema de las Drogas Ilícitas”. El país está en vísperas de entrar en una etapa de posacuerdo que será todavía más evidente una vez que se negocie también con el eln la agenda que éste estructura con el gobierno nacional desde hace más de un año.

En ese momento, cuando así sea, cuando propios y extraños digan que Colombia entró en la era de paz, lo que de manera errada muchos denominan posconflicto, el país conocerá en su dimensión real el conflicto social que vive, el mismo que, si bien no atenta contra la estabilidad y continuidad del establecimiento, sí arroja en su mayor proporción las cifras de violencia cotidiana que desangran a su sociedad, permitiendo la reproducción de un régimen político policivo que coarta las libertades y los derechos humanos de quienes pueblan este territorio, a la vez que favorece la existencia y la persistencia de una de las sociedades más desiguales de América Latina y del conjunto de países que integran el sistema de Naciones Unidas.

Porque no puede quedar en el olvido que son los niveles de exclusión los determinantes, en última instancia, de la duración del conflicto, pues el argumento de que esa no es la razón de la violencia, ya que existen sociedades tanto o más desiguales que la nuestra y no han derivado hacia situaciones de confrontación armada, no es más que una falacia que parte de creer que una motivación determinada impulsa, en todos los casos, iguales consecuencias. Eso no es cierto ni en la biografía de los individuos ni en la de los pueblos, por lo que debiera haber sido claro, desde hace décadas, que la dureza de la reacción de algunos grupos de desposeídos es consecuencia de las acciones violentas del establecimiento ante sus reclamos. Y que si un grupo de campesinos, como el que dio origen a las farc, terminó creando una guerrilla de grandes proporciones, fue porque a sus sencillas demandas de tierra y respeto por su gente se respondió con bombardeos y grandes movilizaciones de tropa.

El terror oficial, para el caso nacional, no ha sido circunstancial, pues, como la historia permite constatarlo, resume una práctica política que se enquista desde los comienzos de la república. Los magnicidios de los líderes que representan intereses generales, comenzando con el atentado al Libertador, continuando con las muertes de Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, y rematando con el genocidio de líderes partidistas y sociales en las cuatro últimas décadas, son apenas una muestra de esa profunda represión que de lo popular ha vivido nuestro país. La reacción exacerbada al anuncio de que en marzo del año entrante se firmará un acuerdo entre el Estado y el mayor grupo insurgente para la dejación de armas, trasluce la intolerancia de los grupos más conservadores, negados siempre a la aceptación de aquellos que piensan distinto como parte de la sociedad.

La exigencia de “justicia” es una muestra de que no entienden –o no quieren entender– la naturaleza del conflicto ni las razones de su persistencia, esto es, la incapacidad del Estado para derrotar militarmente a la guerrilla y la impotencia de ésta para acceder al poder mediante la fuerza, generándose una situación de indefinición que lastra el sistema pero simultáneamente lo potencia para gobernar dentro de la lógica del estado de excepción, extendiendo el miedo y la tensión como estrategia de gobierno.

Pero hay un aspecto que permanece al margen de las reacciones suscitadas por lo firmado en Cuba: ¿Por qué, precisamente, el actual es el momento propicio para un acuerdo que permaneció esquivo durante más de medio siglo? Y las huellas para la respuesta descansan en un ambiente internacional caldeado que muestra grietas en la hegemonía que centraliza y direcciona las fuerzas globales, en la cual la emergencia de China y Rusia en el concierto mundial –la primera como potencia económica y militar y la segunda como potencia nuclear– reclama mayor igualdad en los poderes decisorios sobre las normas y las formas que rigen los flujos de materia, energía e información.

Es probable que el discurso de noviembre de 2013 del secretario de Estado norteamericano John Kerry ante la OEA, cuando declaró que “la era de la Doctrina Monroe terminó”, sea algo más que demagogia, y que ante la imposibilidad de revertir los flujos comerciales entre China y Latinoamérica, por ejemplo, Estados Unidos ve la necesidad de desideologizar las relaciones con su “patio trasero”. 

Quizás esto explique por qué el más feliz de la foto comentada es Raúl Castro, pues tal vez el gobierno cubano considere posible una relación económica con Estados Unidos sin comprometer grandemente su forma de organización política, y en ese caso son mucho más llevaderas las relaciones de solidaridad con organizaciones con las que se siente empatía ideológica si éstas se encuentran dentro del campo de la legalidad internacional. El apoyo incondicional de los gobiernos posneoliberales de la región a esta negociación parece impulsado, entre otras razones, por una consideración análoga, pues quizá ven en la legalización de las farc un factor de fortalecimiento de la magra izquierda colombiana, y, por tanto, el espacio y la oportunidad para una potencial neutralización del discurso antiintegracionista de Latinoamérica, impulsado desde nuestro país.

Sea como fuere, lo cierto es que la desmovilización de la “guerrilla más antigua del mundo” no es un suceso cualquiera en la política internacional, y que sus efectos sobre el imaginario de las luchas sociales no serán pequeños. Si se concreta la desmovilización de la guerrilla colombiana, se cerrará para el subcontinente un capítulo iniciado en diciembre de 1959 con el triunfo de la Revolución Cubana, que, de alguna manera, marcó una etapa en la que el avance en la comprensión de las causas de las confrontaciones sociales no ha ido acompañado, con la misma dinámica, en la implementación de los instrumentos de solución. La llegada a los gobiernos de la región –a través de elecciones– de grupos afines a los que inspiraron la revolución del Caribe muestra hoy déficits significativos en los alcances de sus propósitos, enfrentándonos a problemas de reflexión mucho más complejos sobre los mecanismos que puedan conducirnos a la resolución de nuestros graves problemas de inequidad y disfuncionalidad.

Ante este marco histórico y actual, nacional e internacional, no está por demás, entonces, que los movimientos sociales, los mismos que han sido excluidos de la mesa de La Habana, se encuentren en ese momento ante el reto de levantar las banderas de otra sociedad necesaria y posible, una que, regida desde un gobierno de mayorías, erradique las causas económicas, sociales y políticas que le dan piso a la concentración de la riqueza en todas sus variables, así como a la polarización social que la misma vive, superando en igual sentido el sometimiento que conserva en la geopolítica internacional.

En esa vía, y como diferenciación con el acuerdo recientemente firmado en Cuba, es necesario reconocer que dentro de la prolongada noche padecida en Colombia “lo menos” es el conflicto armado que ahora se negocia, pues lo realmente incisivo sobre el conjunto social ha sido el genocidio ejecutado por el establecimiento sobre el conjunto social. Es ésta una herida consciente e inconsciente que, para que se cierre, demanda la aprobación de un tribunal amplio de paz sobre la violencia en Colombia que juzgue al establecimiento por sus múltiples crímenes, estimulando con su funcionamiento una catarsis colectiva por medio de la cual sean enterrados todos esos muertos insepultos que cubren el territorio nacional, impidiéndole a esta sociedad hacerles luto a los suyos, para así pasar la página de dolor que le impide conciliar el sueño, mirarse a los ojos y trabajar todos como una comunidad única.

Entonces, cuando así sea, el posacuerdo al que ahora parece encaminarse el país dará paso a un posconflicto, verdadero período de paz que le facilite al país jugar un papel más protagónico en el región que habita, acompañando y liderando la conformación de una integración que rompa barreras y supere los intereses mezquinos del negocio y la especulación que cada oligarquía local esconde tras aranceles y medidas similares. 

 Notas:
1. Declaración del secretario de Estado, John Kerry, sobre el proceso de paz en Colombia, http://wp.presidencia.gov.co/Noticias/2015/Septiembre.
2. íd.
3. http://www.telesurtv.net/news/.
4. http://www.infobae.com/2015/09/26/1758140-colombia-hrw-dice-que-acuerdo-las-farc-sacrifica-la-justicia-las-victimas
5. http://www.cmi.com.co.
6. http://www.centrodemocratico.com.
7. http://www.infolatam.com/2015/09/24/.