El desarrollismo brasileño en peligro

Marcelo Falak*
Le Monde diplomatique

Brasil ha consolidado a lo largo de su historia un modelo desarrollista que ni la dictadura ni el neoliberalismo desarmaron totalmente, y que había recobrado fuerza bajo los gobiernos del PT. Una posible salida por derecha a la crisis política que atraviesa el país despierta dudas sobre su continuidad.


El incendio político que devora a Brasil, dadas las proporciones continentales del país, encandila a una región que observa y teme. El brillo del fuego enceguece y lleva a una pregunta obvia: ¿cómo terminará todo eso? Mientras las llamas crecen y se retraen repetidamente, es posible comenzar a entrever el futuro. Una nueva era nace y el giro que representará con respecto a todo lo conocido puede resultar sorprendente. ¿Certezas? No las hay. Arriesguemos un poco, entonces.

Brasil es, por historia, un país con vocación “imperial”, como un puñado de otros en el mundo, de distinto porte: Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia, la menguada España, Irán, Turquía, China, Japón… Alguno más, seguramente. Así, la meta del engrandecimiento nacional siempre cruzó las políticas económicas de nuestro vecino.

Su dictadura no fue como la argentina: sostuvo la industria nacional, asistió a las grandes empresas y no se dejó seducir por los cantos de sirena del libre mercado que sonaron fuerte en la región durante su última década en el poder.

Ya en democracia, todos los gobiernos se vieron cruzados por un clivaje fundamental, hijo de esos vientos internacionales y de esa tradición arraigada: liberalismo o desarrollismo. Fernando Henrique Cardoso se volcó algo más hacia el primero de esos términos, privatizó empresas y abrió la economía, pero no desmanteló la industria.

Luiz Inácio Lula da Silva logró resolver mejor que nadie aquel dilema, tanto por sus dotes de líder como por un regalo que le hizo la historia: la era de las materias primas caras generó las condiciones para un acelerado crecimiento económico, condición que facilitó en la región el éxito de experiencias políticas muy disímiles. Hasta 2009, digamos, a todos les fue bien: desde el brasileño hasta Hugo Chávez y Álvaro Uribe, pasando por los presidentes del centro-izquierda chilenos, los del Frente Amplio uruguayo, por Evo Morales, Rafael Correa y Néstor y Cristina Kirchner.

Esas condiciones internacionales le permitieron a Lula repartir, salomónicamente, áreas de influencia: el Banco Central para el mercado, la gestión económica para el desarrollismo. El crédito público fluyó desde el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), mientras Petrobras y otras grandes empresas controladas por el Estado actuaban como generadoras de grandes contratos. En el medio floreció un capitalismo asistido que hizo eje en grandes compañías locales. Eran, recordemos, los tiempos en los que Lula soñaba con la proyección global de grandes “multinacionales brasileñas”. El límite, como siempre se dice, era el cielo.

Pero las sucesivas administraciones del Partido de los Trabajadores (PT) no alteraron las reglas de (mal) funcionamiento del sistema político. Al contrario, se montaron sobre ellas, ampliando esquemas de financiación espuria que derivaron, primero, en el mensalão, y luego en el petrolão. Quienes niegan las acusaciones y, más allá de advertir sobre las evidentes motivaciones políticas que rodean esos escándalos, se limitan a denunciar conspiraciones, deberían reparar en que la propia izquierda brasileña no desmiente esos casos: apenas se limita esforzadamente a intentar liberar de los cargos a sus líderes principales. La propia Petrobras, controlada por el gobierno de Dilma Rousseff, reconoció en sus balances haber sufrido un desvío de 2.000 millones de dólares.

La petrolera, compañía que en la era lulista fue eje del capitalismo asistido por el Estado –y también, recordemos, de la curiosidad de la National Security Agency (NSA)–, sufre el impacto de una crisis en varios frentes: el desplome del precio internacional del crudo afectó sus ingresos, dificultó el pago de sus enormes deudas y puso en cuestión la explotación de los yacimientos de aguas profundas; las inversiones se desplomaron dramáticamente; y, por si lo anterior fuera poco, el escándalo de corrupción frenó el otorgamiento de nuevas concesiones a contratistas varios.

Todos los vientos parecen soplar en Brasil hacia una salida por derecha de la crisis institucional. La influencia del entorno es demasiado fuerte: la sensación creciente de que la economía requiere un replanteo de fondo, en medio de una recesión con tintes depresivos; la presión de la potencia hemisférica; el perceptible giro de la política regional; el empuje de “los mercados”; el juego de los grandes medios de comunicación; la vocación de una judicatura cuya conducta se hace imperioso revisar; las inclinaciones de la oposición interna… Si aquel curso se concreta, las consecuencias de largo plazo serán un replanteo profundo, radical, de la relación entre el Estado y las grandes empresas.

Crecimiento, recesión, depresión 

Si la tendencia en general negativa que ha registrado la economía en los cinco años de gestión de Dilma impulsa los reclamos por un cambio de paradigma, al menos hay que comenzar por reconocerle algo a la desafortunada Presidenta: al asumir su cargo, en enero de 2010, se benefició del fuerte rebote tras la recesión del año precedente, el de la gran crisis internacional. Desde entonces, debió hacer frente a un contexto internacional que no solo le provocó problemas a Brasil sino también a la mayoría de los países emergentes. De ese modo, la recuperación de 2010, primer año de su primer mandato, llegó al 7,5 %. Después el país entró en una fase que conoce bien, la del “crecimiento a vuelo de gallina”, con numerosos stop and go e índices que oscilaron entre lo aceptable y lo discreto: 2,7% en 2011, 1% en 2012 y 2,5% en 2013.

Para sostener al menos esa expansión, insuficiente para un país con amplias aspiraciones de desarrollo, el gobierno incrementó el gasto y deterioró las cuentas fiscales. El bipolar empresariado local –que exige asistencia, bajas tasas de interés, crédito blando y concesiones y, a la vez, inflación baja– comenzó a reclamar por una evolución de los precios que se despegó del 6% hasta acercarse al 10%. En medio de un clima social enrarecido, del que se hacían eco los medios de comunicación mainstream, Rousseff incurrió en las llamadas pedaladas fiscales, esto es el traspaso de ciertos gastos al ejercicio siguiente, de modo de maquillar las cuentas públicas. Ese camino fue recorrido por todos sus antecesores, pero a ella la llevó al proceso de impeachment en curso.

Pero que la economía decaía no era una mera sensación ni un artificio de los sectores desestabilizadores. En 2014 el PBI creció 0,1%, el año pasado se desplomó un 3,8% y este año, bajo una perspectiva que empeora semana a semana, los pronósticos hablan de una caída de entre 3,5 y 5%. Y esto de la mano de un deterioro de las condiciones de vida, un aumento del desempleo hasta el 9% y un empobrecimiento per cápita del 4,6% solo el año pasado (mayor para los más pobres, dado el fuerte aumento del feijão y el arroz, entre otros alimentos). En este marco, la idea de que el Brasil desarrollista debe dar paso a una liberalización de las fuerzas productivas se está convirtiendo en sentido común. 

Estado y empresas

“No sabemos en qué medida la crisis actual cambiará las relaciones entre el Estado y el sector privado, pero podemos estar seguros de que lo hará una vez que pase el huracán”, le dice a el Dipló desde Brasilia el analista político Marcelo Rech, director del Instituto InfoRel. “Es claro que el país no puede prescindir de las grandes compañías, que generan miles de puestos de trabajo y renta, pero es absolutamente urgente que se reflexione sobre reformas que tornen esas relaciones más transparentes y que ataquen directamente las relaciones promiscuas entre empresas y gobiernos”, agrega.

Si, como decíamos, el PT no inventó pero sí amplió los esquemas de corrupción y financiación ilegal de la política preexistentes, su liderazgo no puede eludir la responsabilidad que le toca. Acaso la izquierda brasileña sufra por muchos años la malversación de un proyecto que, por logros políticos y sociales, no debería haber caído en el descrédito actual. Cuando recorrí recientemente los pasillos y despachos del Congreso en Brasilia escuché varias veces el mismo chiste. “Esta es una ciudad insegura, ¿sabía usted?”, me dijeron algunos diputados. Mi sensación no era esa. De hecho, al tratarse de una ciudad administrativa suele ser una de las más seguras del país. Pero las fuentes insistían: “Es insegura y está medido cuál es el peor horario: las 6 de la mañana. Es que a esa hora la Policía Federal allana, arresta gente. Si uno llega a las 7 AM, tiene asegurado un día más de libertad”.

Las manifestaciones opositoras, cargadas de enojo contra Dilma y Lula, con los ya típicos pixulecos inflables que los muestran con trajes a rayas, suelen minimizar la corrupción de quienes actúan hoy como si fueran fiscales impolutos. Aunque en esas manifestaciones impera un claro clima antipolítico, similar en algún sentido al “que se vayan todos” de la Argentina de 2001, y aunque algunos líderes del centro-derecha reciben insultos en esas mismas demostraciones, la vara es bien distinta. El blanco de la ira de las clases medias es la “turma do PT” (la banda del PT). 

No importa que las empresas sospechadas hayan financiado a todo el mundo. Marcelo Rech hace un poco de historia. “En los años 90, antes de las investigaciones que resultaron en el impeachment de Fernando Collor de Mello, muchos reclamaron la creación de una Comisión Parlamentaria de Investigación sobre las empresas constructoras, pero eso nunca salió del papel ya que todos, absolutamente todos los partidos y sus líderes, de izquierda a derecha, siempre recibieron de aquellas recursos para sus campañas. El tema está hoy fuera de la agenda, pero eso puede cambiar después de esta convulsión”, indicó.

Si las revelaciones sobre una corrupción tan extendida no se detienen, como puede esperarse, parece inevitable que quede en entredicho el modelo tradicional de asociación público-privada típico del desarrollismo brasileño. Antonio Imbassahy, líder de la bancada del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), la principal agrupación política del campo antipetista y, en buena medida, representante del gran empresariado paulista, aporta un punto de vista radical: “Hay que investigar todos los crímenes cometidos por cualquier hombre público, ya sea del gobierno o del empresariado, lleve el tiempo que lleve. Quienes delinquieron, paciencia, van a tener que pagar por lo que hicieron”.

El problema es que mientras la atención se centra en el futuro político-institucional, muchas de esas grandes compañías se ven vedadas de hacer negocios con el Estado, una usina insoslayable de proyectos. Así encontramos que, en los hechos, el modelo ya dejó de funcionar. OAS, Camargo Correa y Andrade Gutierrez, entre varias más, se suman hoy a un listado que cuenta con una protagonista principal: Odebrecht, cuyo presidente, Marcelo Odebrecht, fue condenado a 19 años y 4 meses de cárcel. La sentencia a Odebrecht se conoció luego de que pasara casi 9 meses en una prisión preventiva que, en un hecho molesto para el relato de la revolución republicana anti-petista en curso, sirvió como una condena anticipada para intentar quebrar su voluntad y convertirlo en un arrepentido de la Justicia.

Esa parálisis, que a su vez alimenta la crisis económica, preocupa al sector empresarial. Si Marcelo Odebrecht, titular de la mayor constructora de América Latina, cayó, ¿quién está a salvo? “Para nosotros, lo más importante son las empresas, y por eso favorecemos que se realicen acuerdos de lenidad, que permitan que los ejecutivos involucrados en casos de corrupción confiesen y den toda la información a la Justicia, y que las consecuencias recaigan sobre ellos a título individual y no sobre las compañías. Los hombres pueden ser malos, pero las empresas son buenas. De ese modo, las empresas podrían volver a trabajar, a firmar contratos con el Estado y a realizar obras”, le explicó a el Dipló Carlos Abijaodi, director de desarrollo industrial de la Confederación Nacional de la Industria (CNI).

La realización de esos convenios de tolerancia, verdaderas amnistías para las corporaciones, no requiere de ninguna reforma legal sino solo de la voluntad de los implicados. Sin embargo, recordemos algo que afirmó en su reciente delación premiada el senador petista Delcídio Amaral: si los ejecutivos de las constructoras cuentan todo lo que saben sobre los vínculos entre negocios y política, no cae un gobierno, cae la República.

En este contexto, algunas de esas grandes compañías buscan en Argentina, pese a sus debilidades y problemas, lo que no encuentran en Brasil. No sorprende así que el nombre de Odebrecht haya aparecido repetidamente en las noticias en nuestro país, primero vinculado a la resurrección del soterramiento del ferrocarril Sarmiento, en el oeste del conurbano bonaerense y la Ciudad de Buenos Aires, y luego en la construcción de una red de gasoductos en Córdoba.

La apertura en la agenda

Un replanteo en Brasil de la relación entre el Estado y sus contratistas tradicionales debería incluir, se supone, reglas más transparentes y más amplias en las grandes licitaciones. En este sentido, no debe pasar desapercibida la creciente presión por una reformulación del Mercosur, cuyos nuevos responsables quieren “abrir al mundo”. Eso no impactaría solo en el comercio de bienes; también en servicios y en la participación de empresas extranjeras en concursos en condiciones de igualdad. Este es otro elemento que apunta en dirección a un posible final del modelo desarrollista brasileño.

La canciller argentina, Susana Malcorra, reveló hace poco contactos con Brasil, Uruguay y Paraguay para avanzar hacia un tratado de libre comercio nada menos que con Estados Unidos. Los dos socios menores del bloque tienen una larga vocación por ello; el giro argentino es una consecuencia natural de la llegada de Mauricio Macri al poder. Pero la decisión de Brasil deberá esperar al desenlace de la crisis institucional. ¿Por qué apuró los tiempos Malcorra? Con una mirada corta, podría decirse que para sumar un elemento a la reciente visita de Barack Obama. Desde un punto de vista de largo plazo, puede imaginarse la intención de seguir emitiendo señales a la Casa Blanca, que tendrá el año próximo un nuevo ocupante, y la intención de instalar la cuestión, sin dudas espinosa, en la agenda nacional y regional.

La iniciativa argentina sintoniza con las aspiraciones de un sector decisivo del gran empresariado brasileño, reunido en la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (FIESP), para quien Macri es el ejemplo a seguir. Pero la FIESP, aunque enorme, es solo un componente de un empresariado más diverso, de anclaje estadual y de magnitudes diferentes. Para otras cámaras regionales, el Mercosur y Sudamérica son círculos concéntricos que Brasil debe ocupar antes de pretender jugar en las ligas mayores. Por ejemplo, en la Confederación Nacional de la Industria no se encuentran miradas tan osadas como las que se emiten en los rascacielos de la Avenida Paulista.

El otro factor que resulta decisivo son los mercados financieros. El Estado brasileño, en un contexto de declive económico y devaluación del real, ya no disfruta de una posición tan cómoda en materia de endeudamiento. Los intereses que debe pagar suman en la actualidad unos 8 puntos del PBI, y la relación entre pasivos y PBI orilla el 70%. Lo mismo cabe decir de muchas grandes empresas, con la malhadada Petrobras a la cabeza. Esa mayor debilidad relativa de Brasil puede facilitar una cierta transnacionalización de su economía.

Los inversores no se espantan con las crisis; más bien todo lo contrario. Marc Mobius, jefe de mercados emergentes de Franklin Templton y referente mundial de las finanzas, dice desde hace meses que Brasil es el mercado más prometedor, ya que el drama institucional, la mayor retracción en 25 años y la devaluación que derrumbó el valor del real a la mitad el año pasado, se combinaron para dejar sus activos a precio de ganga. El argumento es válido, aunque la devaluación se moderó parcialmente en lo que va de 2016.

Ocurre que cada vez que Dilma parecía acercarse al precipicio político y que Lula aparentaba dar un paso hacia la cárcel, el real recuperaba terreno, a la vez que las acciones experimentaban enormes subas. Lo que para el lego puede ser simple morbosidad o presión golpista, en realidad indica un posicionamiento de los grandes capitales de riesgo en el escenario brasileño. La mirada es que la crisis política pasará, que su salida será con un gobierno “amigable” para los mercados y que lo aconsejable es comprar ahora que los precios están por el suelo. Mobius, uno de los responsables de haber acuñado el concepto de “mercados emergentes” hoy tan familiar, no está solo. Durante el Foro Económico Mundial de Davos, realizado en enero último, muchos grandes jugadores compartieron su punto de vista. “La inversión en dólares se vino abajo y estamos mirando más negocios en Brasil”, indicó entonces George Logothetis, cuyo grupo se asoció a Hyatt para construir trece hoteles en Brasil por 300 millones de dólares.

La tendencia se consolida. La estadounidense FleetCor, principal operadora de tarjetas de pago de combustible del mundo, se acaba de quedar con Sem Parar, la mayor proveedora de pago automático de estacionamiento y peajes de Brasil con una inversión de 4.000 millones de dólares. A fines del año pasado, la china HNA Group pagó 450 millones de dólares por el 23,7% de la tercera aerolínea brasileña, Azul, siguiendo los pasos de United Airlines, que ya se había quedado con el 5%. También se produjeron movimientos intensos en el sector inmobiliario: ya a mediados de 2015, The Wall Street Journal hablaba de inversiones por miles de millones de dólares en Brasil de compañías globales como Blackstone, Brookfield Property Partners y Global Logistic Properties, entre otras. 

Mucho más relevante aun: el Congreso, en medio del colapso institucional, se dio tiempo para quitarle a Petrobras el monopolio de la explotación del petróleo de la cuenca presal, la gran riqueza del futuro brasileño cuando los precios vuelvan a trepar. Ese era un viejo proyecto de la oposición de centro-derecha y un objetivo por el que presionaron largamente grandes compañías extranjeras y sus gobiernos.

La ola de apuestas por parte de inversores extranjeros en varios sectores de la economía brasileña contribuye a la internacionalización de la estructura productiva y de servicios, lo que agudiza la competencia con las empresas locales y, en definitiva, dificulta aun más la supervivencia del capitalismo autocentrado y alimentado por el Estado.

Espera y desespera

Un eventual replanteo del capitalismo brasileño, según las líneas que esbozamos en este texto, no puede resultar indiferente para Argentina. Una confluencia entre el giro en materia de política comercial por parte del gobierno de Macri y los factores de poder que empujan a Brasil hacia una fuerte apertura generaría consecuencias de largo plazo.

En la visión del ala desarrollista del PT, tal como me explicó antes del derrumbe lulista el asesor especial de Política Exterior Marco Aurélio Garcia, un Brasil potente podía arreglárselas para generar una intensa corriente de negocios en Argentina. Lo haría en base a un Estado con espaldas, con la herramienta crediticia del BNDES y con una Petrobras necesitada de todo tipo de proveedores. Pero luego vinieron el desplome del crudo, el petrolão, la crisis política… 

Lo que queda es un socio que, en vez de traccionar la economía argentina, la lastra, lo que resulta muy negativo para un país que destina a Brasil, su principal socio comercial, un cuarto de sus exportaciones industriales. Empresas de porte mediano y grande, y sectores como el automotor, son las principales víctimas de un intercambio comercial que se recortó un 19% en 2015, hasta llegar a 23.000 millones de dólares, casi la mitad de los 40.000 millones de 2011. 

Al mismo tiempo, la creciente debilidad del mercado interno brasileño hace que sus industrias acumulen stocks y que crezca la presión exportadora hacia Argentina, algo especialmente sensible para ramas industriales importantes en la generación de puestos de trabajo como la metalmecánica, la textil, la del calzado, la de juguetes y otras.

El gobierno macrista ensaya un cambio en el paradigma de acumulación. El agotamiento, vía inflación y estancamiento, del modelo de fortalecimiento del consumo interno de la era kirchnerista no fue atendido con una pretensión de reparación de sus severos desequilibrios sino con un liso y llano reemplazo. La idea de aplicar un ajuste suave y a mediano plazo de las variables macro, sobre todo en el frente fiscal, apunta a evitar grandes costos sociales y políticos y a llegar fortalecido a las elecciones de octubre del año que viene, requisito para acrecentar las bancadas legislativas del oficialismo. 

Pero todo ese diseño depende de que la economía recobre el tono. La apuesta pasa entonces por la inversión, en gran medida financiera y externa, que deberá ser importante si se pretende que disimule la desconexión de todos los otros motores posibles. Las exportaciones de materias primas agrícolas seguirán limitadas por precios que no repuntarán por un tiempo considerable y Brasil, como hemos visto, no será de mucha ayuda.

“Argentina comenzó a liderar en América Latina una reversión del populismo, del bolivarianismo que infelizmente tuvo lugar en toda la región. Creo que se están viviendo en nuestros países falencias como una inflación elevada, crisis de vivienda, crisis de credibilidad. La economía se basa en la confianza, y yo creo que el presidente Macri está devolviendo esa confianza”, le dice a el Dipló Mendonça Filho, diputado del Partido Demócrata y líder del interbloque opositor en el Congreso brasileño.

Curioso: mientras nosotros miramos el partido de Brasil, allí miran el de Argentina. Muchos proyectos, a uno y otro lado, se fundan arriesgadamente en una sola variable: la confianza de los mercados. Acaso, como decía Antonio Gramsci, lo viejo, efectivamente, haya quedado atrás, pero lo nuevo no ha terminado de nacer. Inevitablemente será la política, tan zamarreada en estos días, la que le dé forma al futuro. ¿Será el que imaginamos?

UN MAL QUE NO TIENE BANDERAS

La corrupción hecha sistema


Puede insistirse mucho, y con razón, en el problema que la corrupción supone para Brasil, pero difícilmente pueda plantearse con seriedad que este fenómeno sea exclusivo del Partido de los Trabajadores (PT).

Tampoco puede decirse que le sea ajeno, desde ya, dadas las condenas que recayeron, primero con el mensalão y ahora con el petrolão, sobre varias de sus principales figuras, desde legisladores hasta ex ministros, pasando por tesoreros y dirigentes varios. Si Dilma Rousseff está hoy a tiro de juicio político, recordemos que Lula lo estuvo también en su primer mandato. Una economía boyante y el talento del marqueteiro João Santana lo salvaron del trance y, todavía más, le dieron la reelección en 2006. Ah… Santana está preso por el petrolão.

Recordemos que la Presidenta no está en proceso de impeachment por corrupción sino por el maquillaje de las cuentas públicas, conocido como pedaladas, un truco contable al que por otra parte recurrieron todos sus antecesores. Dado que hasta sus rivales más enconados sostienen que ella no se enriqueció personalmente (la opinión sobre Lula no es la misma), pareciera que se trata en realidad de un subterfugio para castigar su versión del laissez-faire y su mal desempeño en el gobierno.

Pero, ¿qué se puede decir de quienes juzgan a Rousseff? 

Por un lado, dieciséis de los sesenta y cinco miembros de la Comisión Especial de la Cámara de Diputados que pueden elevar el juicio político al pleno están bajo investigación por soborno, lavado de dinero y crimen electoral, entre otras cosas. Un emblema entre ellos es el ex alcalde de San Pablo Paulo Maluf, un veterano de esas sospechas, no sólo imputado en Brasil sino que fue condenado el año pasado en Francia a tres años de prisión por lavado de dinero.
El problema es que, además de Dilma, toda la línea sucesoria está cuanto menos sospechada.

El vicepresidente, Michel Temer, del PMDB, ha sido mencionado como promotor de uno de los ex directores de Petrobras preso por corrupción, Jorge Zelada.
El titular de la Cámara Baja, Eduardo Cunha, también del PMDB, debió reconocer la titularidad de varias cuentas en Suiza con casi 5 millones de dólares que, se sospecha, fueron desviados de Petrobras.

Su par del Senado, Renan Calheiros, del mismo partido, también fue mencionado varias veces en denuncias por corrupción y teme caer.

El presidente del Supremo Tribunal Federal, Ricardo Lewandowski, enfrenta sospechas de haber participado en diálogos para pergeñar un punto final político-judicial a la crisis. 

En la oposición, en tanto, el principal impulsor del impeachment a Dilma es Aécio Neves, el político socialdemócrata derrotado en octubre de 2014 y hoy senador. Ya van tres veces que se lo menciona en el operativo Lava Jato que investiga la corrupción en Petrobras. En las ocasiones anteriores su caso fue archivado. Pero persiste uno por supuesto desvío de fondos de la compañía eléctrica Furnas para sus campañas. 

M.F.

* Periodista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur