Sarmiento y el desarraigo iberoamericano: "Reflexiones ante una actitud"

Por José Luis Gómez-Martínez*

Publicación original: José Luis Gómez-Martínez "Sarmiento y el desarraigo iberoamericano: Reflexiones ante una actitud." Actas del VI Seminario de Historia de la Filosofía Española (Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1990), páginas 325-333.

El pensamiento iberoamericano, desde la época colonial, se caracteriza por manifestarse en dos direcciones precisas que le proporcionan un tono peculiar: A) Se pretende, por una parte, que Iberoamérica, en lo cultural, sea extensión de Europa. B) Por otra parte, existe toda una línea de pensamiento original que formula y proyecta su independencia cultural. Si esta segunda dirección queda caracterizada en el siglo XIX a través del pensamiento de Bolívar, Bello y Martí entre otros, la primera tuvo su representante más destacado en la persona y obra de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Y aunque desde la perspectiva del siglo XX consideramos también el pensamiento de Bolívar, Bello y Martí como la aportación iberoamericana más significativa en la todavía inconclusa lucha en pro de una independencia cultural, la realidad histórica del siglo XIX siguió, sin embargo, una trayectoria muy distinta. Fue precisamente la postura desarraigada de pensadores como Sarmiento la que triunfó en su época y el espíritu de sus prejuicios el que todavía domina hoy como base de los valores de la sociedad iberoamericana.
Sarmiento, escritor de una fecundidad extraordinaria y hombre de acción por excelencia, ejemplifica en su persona y en su obra las vicisitudes del desarrollo del pueblo iberoamericano. Su obra escrita, que cubre un periodo de casi cincuenta años (1839-1888), es también un manifiesto de las posiciones ideológicas que modelaron el desarrollo argentino, iberoamericano, durante el siglo XIX. Sarmiento mismo partía de la convicción de que "un hombre no es el autor del giro que toman sus ideas. Estas le vienen de la sociedad; y cuando más el autor logra darles forma sensible y enunciarlas" (xxxvii, 323).1 No obstante, aun cuando su obra se encuentra en efecto enraizada en las circunstancias de su tierra, desde sus primeros escritos se propuso ver lo iberoamericano en función de lo europeo, de lo anglo-sajón. De ahí su lema: "Adquirid ideas de donde quiera que vengan, nutrid vuestro espíritu con las manifestaciones del pensamiento de los grandes luminares de la época; y cuando sintáis que vuestro pensamiento a su vez se despierta [es decir, cuando ya se tiene una idea de la "realidad" basada en ese pensamiento ajeno], echad miradas observadoras sobre vuestra patria, sobre el pueblo, las costumbres, las instituciones, las necesidades actuales, y en seguida escribid con amor, con corazón, lo que se os alcance, lo que se os antoje, que eso será bueno en el fondo" (i, 230).
Así sucede, en efecto, con su obra; los escritos de Sarmiento coinciden, en su ideología y en su contenido, con el desarrollo del pensamiento iberoamericano de mediados a finales del siglo XIX. En este estudio me propongo ejemplificar con su obra las razones internas que hacen posible dicho desarrollo, y cuyas tres etapas primordiales pueden muy bien estudiarse a través de tres libros claves de Sarmiento: 1. Civilización y barbarie (1845); 2. Argirópolis (1850); 3. Conflicto y armonías de las razas en América (1883-1888).

1. El fracaso inicial y búsqueda de sus causas

En breves trazos esquemáticos, el desarrollo del pensamiento y de los pueblos iberoamericanos durante el siglo XIX puede resumirse del siguiente modo: La opresión económica y desconcierto político a finales del siglo XVIII, junto a las ideas de la Ilustración y de la Revolución Francesa, motivaron a una minoría criolla a luchar por la independencia política de Iberoamérica; y una vez conseguida ésta a iniciar el proyecto de crear países democráticos. Ante el fracaso de estos primeros intentos basados más en un idealismo utópico de formar sociedades perfectas, que en un análisis de las circunstancias de los pueblos que se constituían, se inicia a partir de la década de los cuarenta una reflexión en torno a sus causas y se pone de relieve la necesidad de un proceso previo de meditación sobre las propias circunstancias. De la imitación francesa se pasa ahora a la admiración del mundo anglo-sajón y de ahí al deseo de emular el proceso seguido en los Estados Unidos. El fracaso mismo se justifica primero por la mentalidad colonial de la herencia española y, en el último tercio del siglo, por el mestizaje racial y condiciones de inferioridad de la raza latina.
Para la década de los cuarenta, fecha en que Sarmiento hace su entrada en el mundo literario y socio-político del Cono Sur, parece, pues, como si todo se hubiera malogrado. Una vez conseguida la independencia política, se desencadena por todos los países recién independizados, en forma más o menos violenta, una prolongada lucha civil. Los iberoamericanos se fueron dividiendo en dos grupos que se negaban mutuamente, cerrando toda posibilidad de diálogo. Así aparecen en Argentina los unitarios contra los federales; en Chile los pipiolos contra los pelucones; en México, Colombia y otros países los federales contra los centralistas. El resultado fue la creación de dictaduras para imponer una de las posiciones, y que se justificaban por la actitud paternalista de que el pueblo era todavía niño y necesitaba de guía para gobernarse. De este modo surgen Juan Manuel de Rosas en la Argentina; José Gaspar Rodríguez Francia en Paraguay; en Venezuela, José Antonio Páez; en México, Antonio López de Santa Anna; en Bolivia, en fin, las dictaduras se suceden durante todo el siglo. Era una lucha entre los partidarios de mantener el pasado y los que se llamaban progresistas y creían mirar hacia el futuro; conservadores contra liberales. A los conservadores se les acusaba de pretender retroceder, mientras que los liberales rechazaban cualquier vestigio de la época colonial. En Argentina, Sarmiento lo presenta como una lucha entre la civilización y la barbarie. En Chile, Bilbao lo ve en términos de liberalismo contra catolicismo. En México, José María Luis Mora lo interpreta en términos de progreso contra retroceso. Es decir, o se aceptaba el pasado sin posibilidad de cambio o se rechazaba en su totalidad en nombre del progreso.
Como parte de este contexto histórico, y desde su exilio en Chile, publicó Sarmiento, en 1845, Civilización y barbarie. Presenta aquí en términos de una dicotomía irreductible las fuerzas en pugna: "Había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas; la una española, europea, civilizada; y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades [es decir, de la minoría ilustrada que dirigió la lucha por la independencia] sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo, se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen, y después de largos años de lucha, la una absorviese la otra" (vii, 55-56). La barbarie, según Sarmiento, triunfaba sobre la civilización. El fracaso inicial imponía la reflexión y el análisis de las circunstancias que lo hicieron posible. En esta primera fase de su pensamiento, Sarmiento cree encontrar las causas en la influencia telúrica y los hábitos que ella crea, en las tradiciones españolas y en la conciencia nacional que había dejado la Inquisición y la mentalidad feudal. Sarmiento está de acuerdo en que "el carácter, objeto y fin de la revolución [fueron] en toda la América los mismos, nacidos del mismo origen; ... el movimiento de las ideas europeas" (vii, 56-57). Se pretendió traer, nos dice, "la Europa" y "vaciarla de golpe en la América y realizar en diez años la obra que antes necesitara el transcurso de siglos" (vii, 105). Y aunque reconoce que las nuevas ideas, inteligibles únicamente para una minoría, eran extrañas al pueblo, asegura que "el proyecto no era quimérico" (vii, 105). Fracasó, según él, porque los líderes intelectuales de la revolución carecían "de sentido práctico" (vii, 107), para comprender que el pueblo no estaba preparado. Y en el choque de fuerzas, "la una civilizada, constitucional, europea; la otra bárbara, arbitraria, americana" (vii, 110), los ideales fueron derrotados.
Sarmiento no se plantea el significado implícito en el hecho de que los ideales utópicos revolucionarios no hubieran podido arraigar, de que, en sus palabras, lo americano hubieran derrotado a lo europeo. Al profundizar en la circunstancia argentina, descubrió, naturalmente, elementos esenciales de su funcionar y la necesidad de que el pueblo sienta unos ideales como condición previa para que estos triunfen en la esfera de las realizaciones prácticas. Pero en el momento de proponer soluciones no creyó necesario ajustar los proyectos al pueblo; era éste el que había que transformar.
En Civilización y barbarie su objetivo es el de definir las fuerzas que por entonces parecían imponerse; el triunfo de lo americano, del campo sobre la ciudad; todo ello encarnado en Facundo, en Rosas, cuyas acciones ahogaban, según Sarmiento, los ideales reformistas. En Facundo Quiroga "no veo," nos dice, "un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida argentina tal como la han hecho la colonización y las peculiaridades del terreno" (vii, 14). Es precisamente esta expresión de lo argentino, de lo iberoamericano, combinación de elementos autóctonos e hispánicos, y que se resiste a la imitación de formas extrañas, el obstáculo que, según Sarmiento, impide el progreso. Por ello exclamará ante las acciones de Rosas que él considera como epítome de barbarie: "¡No os riais, pues, pueblos hispano-americanos, al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois españoles y la inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre. ¡Cuidado, pues!" (vii, 118). Los conceptos de civilización y barbarie van adquiriendo de este modo precisión. Poco a poco se establecen los parámetros que los definen. Si Córdoba, cuyo "espíritu hasta 1829 es monacal y escolástico" (vii, 99), representa lo hispano, lo americano, "Buenos Aires se cree una continuación de la Europa, y si no confiesa francamente que es francesa y norte-americana en su espíritu y tendencias, niega su origen español" (vii, 103). La civilización, para Sarmiento, se da en la medida en que se acentúa el proceso de "desespañolización" en favor de una "europeización." Lo americano debe ceder ante lo europeo.
Pero el desarraigo cultural de Sarmiento llega a niveles tan irreales, que es preciso hacer uso de la ingenuidad simplista de algunas de sus afirmaciones para arribar al sentido inequívoco de su contenido. Sírvanos de ejemplo la siguiente cita donde acusa a Rosas de fomentar en el pueblo "sin embozo," un sentimiento de orgullo en lo americano: "Todo lo que de bárbaros tenemos, todo lo que nos separa de la Europa culta, se mostró desde entonces en la República Argentina organizado en sistema, y dispuesto a formar de nosotros una entidad aparte de los pueblos de procedencia europea. A la par de la destrucción de todas las instituciones que nos esforzamos por todas partes en copiar a la Europa, iba la persecución al frac, a la moda, a las patillas, a los peales del calzón, a la forma del cuello del chaleco, y al peinado que traía el figurín; y a estas exterioridades europeas, se sustituía el pantalón ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta corta, el poncho, como trajes nacionales, eminentemente americanos" (vii, 225); he ahí, según Sarmiento, la barbarie de Rosas.
La interiorización en la circunstancia argentina que representa Civilización y barbarie consiguió desentrañar acertadamente algunos aspectos de su constitución. Sarmiento supo identificar las dos fuerzas antagónicas que pugnaban por dirigir el país, y que con mayor o menor consistencia se duplicaban en los demás pueblos iberoamericanos. Descubrió también el desconocimiento mutuo entre ambas y una diferencia aparente en sus objetivos que él juzgó de radical incompatibilidad y que resume en las siguientes palabras: "En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente que sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea" (vii, 47). Esa "civilización," minoría intelectual, que no se cuidaba, que desconocía "lo que tenía a sus pies," es decir, el pueblo que había de gobernar, fue la de los teóricos de la independencia; por ello su malogro. Ahora, Sarmiento reconoce las causas del fracaso, pero imbuído en el pensamiento europeo y deslumbrado por el modelo anglo-sajón que se erigía poderoso en el éxito de los Estados Unidos, propone de nuevo la imitación. No obstante, la experiencia de la frustración del primer intento le fuerza a contar con el pueblo. El modelo va a ser los Estados Unidos, pero para coronar el esfuerzo con éxito es necesario que el pueblo argentino, el iberoamericano, como sucede con el pueblo de los Estados Unidos, sienta en sí los fundamentos del nuevo sistema. El modelo era para Sarmiento perfecto, acabado, y la imitación debía ser la más próxima posible; era el pueblo el que debía transformarse, el que necesitaba adquirir las "cualidades" del pueblo estadounidense. Inicia de este modo su lucha en dos frentes: a) por una parte, influye en la minoría culta que rige los destinos de Argentina, para que adopte las instituciones y la constitución de los Estados Unidos; para este fin escribió en 1850 Argirópolis, y en 1853 Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina. b) Por otra parte, promueve una campaña en pro de la educación popular que hiciera "dignos" a los argentinos de las nuevas instituciones socio-políticas y de la nueva constitución; a este propósito dedicó en 1849 su estudio De la educación popular y en 1853, Educación común.

2. Argirópolis o los Estados Unidos del Sur

A partir de 1830, los intelectuales iberoamericanos que todavía mantenían vivos los ideales de la Revolución Francesa, comienzan a percibir el fracaso europeo bajo el peso de sus tradiciones seculares y de una aristocracia de sangre incapaz de asimilar y dirigir las nuevas fuerzas progresistas. Todavía se mira a Europa en busca de nuevas ideas, pero ahora, éstas sirven también para desprestigiar a la propia Europa. Desde la década de los treinta, nos dice Sarmiento en Civilización y barbarie, "empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire no tenía mucha razón, que Rousseau era un sofista ... [y además] Tocqueville nos revela por primera vez el secreto de Norte América ... La revolución de 1830 [nos descubre] toda la decepción del constitucionalismo de Benjamín Constant; la revolución española, todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza" (vii, 104-105). Los ideales continúan siendo los mismos, pero ahora se cree que "la República Argentina realizará lo que la Francia republicana no ha podido, lo que la aristocracia inglesa no quiere, lo que la Europa despotizada echa de menos" (vii, 103).
En este sentido el año revolucionario de 1848 demostró la debilidad europea y señaló un cambio decisivo hacia el modelo de los Estados Unidos. En 1847, Sarmiento había viajado a la república del norte y allí se reafirma en su convicción de que los Estados Unidos era el país del futuro. Su entusiasmo quedará enseguida reflejado en Argirópolis y en su actuación en la confección de la Constitución argentina. Para Sarmiento el problema era sencillo: "Quedaba tan sólo desligar nuestra república de las tradiciones republicanas de la Francia y buscar el rastro casi perdido de la marcha de la tradición sajona, y para nosotros, norte-americana, de todos los principios constitutivos del gobierno libre" (xxxvii, 334).
La prolongada visita a las ciudades estadounidenses en 1847, causa en Sarmiento una profunda transformación. Creyó encontrar allí realizado el ideal utópico que se deseaba conseguir en Argentina. Y si antes admiraba al país del norte sin conocerlo--sus referencias eran a través de las lecturas de Tocqueville--ahora ve en su dinamismo interno y conciencia cívica, en el triunfo del individualismo y la libre asociación, una respuesta más de acuerdo con la constitución de los pueblos americanos que el socialismo utópico de cuño francés y de marcada influencia saintsimoniana que tanto había influido en la joven generación de la Asociación de Mayo.
La mudanza al modelo estadounidense fue rápida y total. En 1845, en Civilización y barbarie, Sarmiento todavía propugnaba un gobierno fuerte central. Según él, "la República Argentina está geográficamente constituida de tal manera, que ha de ser unitaria siempre aunque el rótulo de la botella diga lo contrario. Su llanura continua, sus ríos confluentes a un punto único la hacen fatalmente una e indivisible" (vii, 109). La misma experiencia histórica parecía confirmar su postura. A pesar del triunfo de las armas federales se había establecido de hecho, bajo Rosas, un gobierno unitario. Cinco años más tarde, después de madurar su experiencia estadounidense, en Argirópolis (1850), Sarmiento expresa con igual vigor una posición opuesta: "Los unitarios son un mito, un espantajo, de cuya sombra aprovechan aspiraciones torcidas. ¡Dejemos en paz sus cenizas!" (xiii, 80).
Argirópolis es la visión utópica de un hombre de acción. Como utopía, reconstruye la creación de un estado ideal, donde todas las partes parecen encajar con perfección en un esquema que se presenta como resultado ineludible. Como hombre de acción mantiene constantemente una estrecha correspondencia, avalada por un supuesto sentido común, entre las circunstancias socio-políticas del Cono Sur y la grandiosidad del mundo utópico que propugna. En todo momento el modelo es una idealización de su visión de los Estados Unidos. En lo político, el nuevo país, nos dice, se constituirá "en una federación con el nombre de Estados Unidos de la América del Sud" (xiii, 37), e incluirá desde un comienzo los territorios de Uruguay, Paraguay y Argentina, pero a los que poco a poco se podrán ir incorporando nuevas tierras.
Como en la situación interna de la Argentina urgía resolver de un modo satisfactorio para los estados del interior el problema de la capital y del dominio que imponía Buenos Aires, Sarmiento cree encontrar una solución en el ejemplo de la ciudad de Washington. También en Argentina era preciso crear una ciudad destinada a ser la capital, que conciliase las pretensiones opuestas de los diversos estados, y que además sirviese de foco de unión en una confluencia de intereses. Este lugar, destinado a ser la sede del gobierno federal, debería ser la isla de Martín García. Sarmiento describe del siguiente modo su propuesta: "La isla de Martín García, situada en la confluencia de los grandes ríos y cuya posesión interesa igualmente a Buenos Aires, a Montevideo, al Paraguay, a Santa Fe, a Entre Ríos y Corrientes, cuyo comercio está subordinado al tránsito bajo las fortalezas de esta isla. Ocupándola el Congreso, la ocuparán al mismo tiempo todas las provincias" (xiii, 44). Incluso, cree Sarmiento, "Martín García llenaría aún mejor que Washington entre nosotros el importante rol de servir de centro administrativo de la Unión. Por su condición insular está independiente de ambas márgenes del río; por su posición geográfica es la aduana común a todos los pueblos riberanos" (xiii, 45).
Todo parece coincidir con la situación peculiar de los Estados Unidos: se justifica el deseo de anexionarse a Uruguay y Paraguay porque también "los Estados Unidos del Norte se agrandan por la creación de nuevos estados y la anexión de los vecinos" (xiii, 70); en lo económico se comparan las posibilidades de comercio a través de los ríos Paraná y Paraguay, al establecido por el Misisipí y el Ohio; y se trata de desarmar la pugna entre Montevideo, Buenos Aires y las ciudades del interior con el ejemplo del éxito de Boston, Nueva York, Baltimore, Filadelfia, a pesar de encontrarse tan próximas unas de otras. Incluso la constitución que propone es la misma constitución de los Estados Unidos: "En cuanto al mecanismo federal, no hay otra regla que seguir por ahora que la constitución de los Estados Unidos. ¿Queremos ser federales? Seámoslo al menos como lo son los únicos pueblos que tienen esta forma de gobierno" (xiii, 106-107). Por ello, tres años más tarde, al establecerse la constitución de 1853 dirá con entusiasmo: "El Congreso ha señalado y abierto un camino anchísimo, al adoptar no sólo las disposiciones fundamentales de la Constitución de los Estados Unidos, sino [también] la letra del preámbulo y de gran número de sus disposiciones constituyentes" (viii, 33).
Una vez establecida la forma de gobierno y el modelo a imitar, todavía quedaba el problema del pueblo que había de constituirse. Sarmiento reconoce que "no es tanto el texto de las constituciones políticas lo que hace la regla de los poderes públicos, como los derechos de antemano conquistados [por el pueblo] y las prácticas establecidas." Pero cree que en situaciones como la de Argentina es necesario que "la Constitución preceda a la posesión de los derechos que asegura" (viii, 34). Y si el pueblo no estaba a la altura de su constitución era necesario elevarlo, y para ello se requería una campaña educativa vigorosa, semejante a la que se estaba llevando a cabo en los Estados Unidos. Además, había que abrir las puertas a la inmigración, pues eso es, nos dice, "lo que sucede hoy en Norte América, que tenía tres millones de habitantes cuando se hizo independiente y cuenta hoy veinte y cinco; que se componía de sólo trece estados, y hoy se compone de veinte y ocho" (xiii, 94).
Sarmiento, como sabemos, no consiguió implantar en su totalidad los desarrollos proyectados en Argirópolis. Pero sí influyó notablemente en la intelectualidad argentina y en 1852, a la caída de Rosas, se convocó en efecto el Congreso constituyente. Argentina tomó la forma de una república federal y la Constitución de 1853, reformada en 1860, sigue, como él mismo notó, los principios fundamentales de la Constitución de los Estados Unidos. En 1868, Sarmiento fue elegido presidente y pudo coronar así su campaña educativa y estimular la inmigración europea.

3. El conflicto de las razas: en la trampa del positivismo

La experiencia argentina, dentro de las peculiaridades propias de cada país, parecía duplicarse en los demás pueblos iberoamericanos. El triunfo de los liberales es general. Se promulgan nuevas constituciones en México (1857), en Perú (1860), en Bolivia (1861), en Colombia (1863), en Venezuela (1864), en Paraguay (1870). En cada caso se pretende enterrar el pasado creyendo que con ello se iniciaría un nuevo renacer que haría de la América hispana el pueblo del futuro que tantas veces habían anunciado los pensadores europeos. La desilusión, cargada ahora de cierto pesimismo determinista, siguió a las proclamas. Y para el último tercio del siglo XIX se está ya de acuerdo en que los nuevos programas no habían producido los frutos idealizados: Para nuestro común atraso iberoamericano, nos dice en 1883 Sarmiento, "avanzamos ciertamente; pero para el mundo civilizado que marcha, nos quedamos atrás" (xxxvii, 9).
En realidad, lo que sucedía es que de nuevo se repetía la situación que enfrentaron los caudillos de la independencia, ante la frustración en la práctica de los gobiernos representativos. Ahora, como entonces, se creyó que la causa era la falta de preparación del pueblo. Medio siglo antes se intentaron dictaduras basadas en un despotismo ilustrado que enseñaría al pueblo a ser libre. Hoy no eran ya los principios de libertad que pregonaban los derechos humanos los que se deseaba que aprendiera, sino los deberes cívicos y la función que el trabajo desempeñaba en la sociedad anglo-sajona del norte. En nombre del orden que había de proporcionar progreso, se justificarán dictaduras cada vez más intransigentes. Lo que antes se imponía en nombre de la libertad, en el último tercio del siglo XIX se impone bajo los principios positivistas de orden y progreso.
Las luchas civiles en 1880 en Argentina y el paulatino abandono y adulteración de las instituciones y programas educativos iniciados por Sarmiento, causaron en él un amargo pesimismo que daría el tono a su obra Conflicto y armonías de las razas en América. Se trata de una obra madura, de "su pensamiento definitivo," según él mismo nos dice (xxxviii, 415). Es sin duda su obra más ambiciosa: dos volúmenes cargados de extensas citas, el segundo de los cuales se publicó póstumamente.
De Europa llegaban las nuevas ideas positivistas y sus secuelas en el campo de la sociología, y en ellas creyó encontrar Sarmiento prueba para ciertos postulados suyos, que sin llegar a ser desarrollados habían ido ya apuntando desde sus escritos más tempranos. Los dos volúmenes de Conflicto y armonías son una extensa justificación de las reformas liberales de medio siglo, y una exposición muy al tono de la época de las causas que llevaron al fracaso. "En Civilización y barbarie," nos dice, "limitaba mis observaciones a mi propio país; pero la persistencia con que reaparecen los males que creímos conjurados al adoptar la Constitución federal, y la generalidad y semejanza de los hechos que ocurren en toda la América española, me hizo sospechar que la raíz del mal estaba a mayor profundidad que lo que accidentes exteriores del suelo lo dejaban creer" (xxxvii, 8). Pero si la Constitución, avalada por su éxito en los Estados Unidos, era la mejor que se pudo dar al pueblo, la raíz del problema debería encontrarse en el pueblo mismo. El factor hispánico, las costumbres medievales, la nefasta mentalidad que había cuajado la Inquisición, todo ello se había tratado de neutralizar, creía Sarmiento, mediante un vigoroso programa educativo, pero el pueblo había derrotado tales intentos de regeneración. ¿Quiénes somos los iberoamericanos? se pregunta entonces Sarmiento; y con esta formulación básica inicia su proceso de interiorización: Es acaso esta la primera vez, nos dice, "que vamos a preguntarnos quiénes éramos cuando nos llamaron americanos, y quiénes somos cuando argentinos nos llamamos. ¿Somos europeos?--¡Tantas caras cobrizas nos desmienten! ¿Somos indígenas? Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso la única respuesta. ¿Mixtos? Nadie quiere serlo" (xxxvii, 27).
Sarmiento se ve forzado a aceptar el carácter mestizo de la población iberoamericana y en ello basará después una visión pesimista de su futuro--parte de las ideas evolucionistas de Spencer: "Con Spencer me entiendo, porque andamos el mismo camino" (xxxvii, 322)--. Cree ver en la integración del indio, con todos los derechos de ciudadanía ante la ley, una de las diferencias básicas con el proceso seguido en el mundo anglo-sajón. Por ello señala que en Conflicto y armonías se propone "denunciar la presencia de este elemento, no admitido en las colonias inglesas, con lo que la raza sajona ha conservado su brío y la tradición sajona de gobierno" (xxxvii, 334). He ahí la causa-raíz, según Sarmiento, que explica el panorama desolador que presentaba Iberoamérica: "Los indios no piensan porque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano" (xxxvii, 118).
Su aversión por los indígenas americanos es algo presente en los escritos de Sarmiento más tempranos. Ya en 1844 señalaba que quería "apartar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia." Y aunque sin desarrollar su pensamiento, afirmaba ya entonces que "no hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno civilizado" (ii, 221). Ahora, en las obras que recibe de Europa cree encontrar prueba de que su intuición era correcta y se reafirma en su convicción de que "un salvaje no puede ser reconstruido por ningún procedimiento conocido. Ni el ejemplo, ni la instrucción, ni el cuidado, cambiarán de golpe un cerebro relativamente simple, en otro relativamente complejo, o deshacerse de los defectos de influencia encefálica" (xxxvii, 324). En realidad, su determinismo racial le hace negar toda posible regeneración, pues para él, "es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de sus padres, y que el cambio de civilización, de instintos y de ideas no se haga sino por cambio de razas" (xi, 38). La única solución para Iberoamérica es una fuerte inmigración europea capaz de "diluir" el ingrediente indio. Donde hay inmigración y se elimina o margina al indio, nos dice, como en Chile, Argentina, Uruguay, el pueblo progresa. Donde las leyes dificultan o imposibilitan la inmigración como en los países andinos, los pueblos retroceden, lo indígena absorbe lo criollo. De este modo explica la situación de postergación en que se encontraba Bolivia a pesar de ser un país rico y extenso; pero Bolivia estaba condenada porque en ella había, nos señala Sarmiento, "quince indios por un blanco o mestizo español y ningún europeo de los países del norte" (xxxviii, 247). Una vez interpretada de este modo la realidad iberoamericana, las repercusiones son devastadoras. Una visión fatalista hace ahora aceptar como inevitable la marcha de algunos países. El Ecuador, añade Sarmiento resumiendo sucintamente su historia, "cuenta un millón de habitantes de los cuales sólo cien mil son blancos. Resultado: tres tiranuelos militares abrazan casi su historia. Un general Flores, depuesto, un García asesinado, un Ventimilla actual tirano" (xxxviii, 282-283).
Sarmiento compara el panorama iberoamericano, que le proporciona su reconstrucción a través de un determinismo racial, con el proceso seguido en los Estados Unidos, donde "los indios decaen visiblemente, destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de las razas superiores ... El norteamericano es, pues, el anglo-sajón exento de toda mezcla con razas inferiores en energía, conservadas sus tradiciones políticas, sin que se degraden con la adopción de las ineptitudes de raza para el gobierno" (xxxvii, 232). De este modo se ocultaban las verdaderas causas del fracaso iberoamericano: La falta de originalidad, la imitación absoluta, el despego por las propias circunstancias que se preferían ignorar. Nunca se había contado con el pueblo para gobernarlo; se le había dado constituciones que no sentía, leyes que se oponían a sus tradiciones y que le eran desconocidas y, ahora, se le acusaba también del fracaso de unas formas de gobierno en las cuales no le habían permitido participar. Para la minoría que regía los destinos de estos países, que pertenecía a la "raza blanca," las nuevas teorías que difundían la inferioridad indígena, servían de cómodo respaldo para justificar su propia ineptitud y continuar una posición paternalista que en nombre de una educación para la democracia, instalaban un conveniente sistema feudal destinado a perpetuar su preponderancia.
Sarmiento, hombre de su época, carente de visión o de ideas propias, pero gran publicista e influyente legislador, constituye con su extensa obra escrita un excelente documento del proceso de desarraigo, cuyas repercusiones son todavía patentes hoy día, a los cien años de su muerte, en el desarraigo socio-político que impera en los países iberoamericanos.


Nota:
Domingo Faustino Sarmiento, Obras completas (Santiago de Chile/Buenos Aires, 1885-1913), 53 vols. En el texto mismo se anota el título de la obra a que pertenece una cita concreta (excepto en el caso de artículos breves), seguida del volumen en números romanos y de la página donde se encuentra la cita.
Mayo de 1988

*José Luis Gómez Martínez-